--¡Psstt, psssttt! ¡ciudadano! ¿Me oye?
El ciudadano, perplejo, se acerca hasta la escultura
ecuestre enjaezada. El jinete es, sin duda, un militar, un general, por la
banda al cinto con orlas que luce sobre su uniforme. Pero, misterio, la figura
está decapitada.
--¿Es usted el que me habla? —dice el ciudadano
desconcertado, no dando crédito a lo que ocurre. Piensa: ¡una estatua que
habla!
--Sí, sí… ¡acérquese, haga el favor!
--Buenos días, señor. Veo que habla… Mire, hace rato que lo
miro y observo que está usted decapitado. No sé… produce una cierta angustia…
Dígame, ¿cómo se llama? ¿Qué le ha pasado?
--¡Ah, por fin alguien repara en mí! Llevo aquí, ya, unas
horas y sólo percibo hostilidad hacia mi figura. Me llamo Franco. Llámeme
Francisco--. Dice la figura con una voz atiplada, casi femenina.
--¿Y usted cómo se llama, joven?
--Umm… Me llamo Prudencio. Soy un vecino del barrio y he
podido constatar que su mermada presencia suscita sentimientos encontrados
entre los ciudadanos que hasta aquí se acercan. Pero, dígame Francisco: ¿Qué le
ha pasado? Parece usted decapitado por un filo bien afilado, con un corte limpio
y claro. Podría ser obra del mismísimo Guillotin en persona. Siento curiosidad…
--¡Ay, Prudencio! No, no… No he tenido la suerte de morir
con todos los honores, en la Guillotina, como mis ilustres antepasados. No, no…
en mí se ha cebado la ignominia. Unos gamberros del Poble Sec me cortaron la
cabeza mientras estuve aparcado, largos años, en mi sombría residencia de la
vía Favencia. Era todo puro pitorreo. Me decapitaron con una sierra radial,
entre grandes carcajadas, y mi testa acabó vendida a un desaprensivo, el dueño
de un bar musical, que me colocó como una fuente en el mingitorio de
caballeros.
--No me parece una actitud civilizada. Por muchas fechorías
que uno haya hecho, no merece semejante trato. —Dijo Prudencio, con poca
convicción, pero con el ánimo de no desalentar a Francisco. Y continuó: --Pero
piense, general, que los ánimos están muy caldeados. Desde que usted murió han
pasado muchas cosas, no me extenderé en ello, pero los catalanes están
considerablemente cabreados.
-- ¡Qué me dice! ¡Estos siempre están igual!
--Sí, Francisco… Pero la paciencia tiene un límite y estos
han agotado la suya. En Madrid vuelven a mandar los suyos. Y en lugar de ser
discretos e ir al tajo –que también van, por cierto--, se dedican a encender
los ánimos de la gente. No olvide, Francisco, que aquí nunca se hizo justicia
de los desaguisados que ocurrieron. Muchas familias siguen sin saber que fue de
sus familiares asesinados y ven, con rabia e indignación, como el gobierno y
las instituciones de Madrid tapan el asunto y protegen a los criminales, muchos
de los cuales aún viven y son ellos.
--Prudencio, Prudencio… No se me exalte. Fíjese a mí como me
han dejado. Encima, esta noche, unos alborotadores han colgado una estelada del cuello de mi caballo, como
si se tratara de un babero, me han lanzado huevos y han pintado otros dos,
junto a un largo pene, cerca de la cola de mi caballo… ya me entiende. La
transición, en España, fue eso; un puro olvidar para pasar a la siguiente
etapa, sense prende mal como dicen
ustedes los catalanes. Había que pasar página y dar oportunidad al futuro; el
precio del progreso era perdonar a los culpables y olvidar. No me parece un mal
acuerdo.
--Es una visión muy pragmática, sí. Puede que haya
facilitado la paz y es evidente que alejó el fantasma de la guerra. Asentó una
prosperidad cierta.—dice convencido Prudencio; y continúa: --Pero, Francisco…
¿hacia adónde vamos ahora? No me parece a mí una paz justa, la que ha permitido que,
treinta años después, sus exaltados compañeros, se recochineen de los españoles
manteniéndolos en severas apreturas y dificultades, mientras están amarrados a
sus lucrativas poltronas, robando a manos llenas del erario público…
--¡Prudencio, qué me dice! Así que volvemos a mandar: ¡ya
era hora!¡Pues que vengan y me saquen de aquí inmediatamente!
--Sí, sí, Francisco… Ya puede ir haciendo coña, que la cosa
es más seria de lo que le parece. Esto va a acabar como el rosario de la
aurora. Este es el precio de que el gobierno de las naciones esté en manos de
exaltados, de radicales que sólo siembran el odio y la discordia.
--Usted dirá lo que quiera, Prudencio. Pero si quiere
juzgar, mire a mí como me tienen. Tirado en un sucio y oscuro garaje durante
años y ahora me sacan a la calle, nada menos que delante del Born --¡insigne
memoria de nuestros antepasados, vencedores de la Patria! —para el escarnio
público de unas gentes que nunca han querido entender que son españoles, que
han hecho de la revuelta permanente su bandera y que se empeñan en seguir
hablando un idioma obsoleto con el solo ánimo, perverso, de hacer rabiar al
resto de los españoles.
--Mire, Francisco, se nota que ha estado usted apartado
largo tiempo de la escena. No se ofenda. Los catalanes son eso, catalanes y es
lógico que defiendan su esencia. Tienen su orgullo, su identidad y su lengua. ¿Qué
hay de malo en ello? Lo que ocurre es que sus amigos, confiados, están hoy más desmadrados
que nunca. Vuelven a soñar con la patria, una y grande, y se pasan por el forro
el sentimiento de los demás.
--Es que estas cosas, Prudencio, hay que imponerlas por la
fuerza. La patria es sagrada e indivisible. Con esto no se juega.
--Bueno, así estamos. Ni para adelante ni para atrás. El
país encallado. ¿Es justo que un país vea yuguladas sus opciones de futuro? ¿Es
justo que se pretenda imponer por la fuerza una política que lesiona y disgusta
a los catalanes? ¿No le parece que, en tales circunstancias, por lo menos, los
catalanes, tienen derecho a tantear su futuro?
--Ya le he dicho, Prudencio. El mal catalán sólo se arregla
con mano dura. No hay razones que valgan; son cuatro revoltosos que arrastran a
los demás. ¡Disciplina y mano dura, Prudencio! ¡Créame!
--Lo lamento, Francisco. Siento interrumpirle. He de irme.
Veo que la señora alcaldesa viene hacia aquí por la calle comerç. No se la ve muy contenta. Vamos a escampar la boira antes de que llegue, no sea que
nos toque recibir. Le deseo mucha suerte.
--Ah, Prudencio… Sólo le pido un último favor: envíe un
telegrama a don Mariano de mi parte. Se lo ruego. Escriba simplemente la
siguiente consigna: “¡resistiendo!” –
y sumiéndose de nuevo en la pesadumbre, no sin antes recibir
el enésimo impacto en su orgulloso pecho, esta vez de una piel de plátano,
dice, con un hilo de aflautada voz:
Molt bona aqueta Paco !
ResponderEliminarSalut noi !
Gràcies, Ramon. Una mica de conya sempre va bé! Abraçada.
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