La intimidad de las personas está
desapareciendo poco a poco. Es una de las consecuencias de la sociedad de la información
y de este mundo hiperconectado. La primera vez que tomé conciencia de este
hecho, fue un día que descubrí con estupor, frente a mi ordenador, que Linkedin
me informaba, sin ningún pudor, de quién estaba contactando con quién entre mis
contactos. Me pareció una indiscreción imperdonable. Una desfachatez
descomunal; ¿cómo se atrevían a explicarme a mí, que fulano estaba en ese momento
contactando con mengano? ¿O cómo se atrevían a filtrarme quién estaba revisando
mi currículo en ese momento? Me pareció chocante e inconcebible. ¿Y si resulta
que zutano quiere consultar discretamente mis datos en Linkedin y desea que yo
no me entere? Sabemos que nuestros gobiernos, en complicidad con las grandes
empresas del mundo de la conectividad, almacenan y usan nuestros datos sin
nuestro consentimiento. Nuestro derecho a la intimidad, a mantenernos poco
visibles si lo deseamos, a mantener una actitud discreta, ha ido desapareciendo
poco a poco, casi sin que nos demos cuenta. Hoy, cualquier cosa que hagamos o
digamos es susceptible de trascender a miles de personas. Tenemos la angustiosa
sensación, de que cualquier cosa que hagamos o digamos esté en el candelero. Y
que ello nos haga pasar una vergüenza descomunal. Yo tengo el sentido del
ridículo muy desarrollado y, por tanto, me incomoda esta promiscuidad
descontrolada. Reconozco que en algunos casos, esta violación de nuestra
intimidad se vuelve a favor; veamos por ejemplo, el caso del gamberro que
agredió gratuitamente a una mujer en la Diagonal de Barcelona y su amigo colgó
el vídeo en Facebook. A las pocas horas, cientos de miles de ciudadanos
conocían y reprobaban el hecho. La policía intervino para detener al miserable.
Pero en otros casos eso se vuelve claramente en nuestra contra. Por ejemplo,
antes o después emitiremos una opinión sobre nuestras opciones políticas, o
religiosas. ¿Quién nos dice que un día todo esto no puede volverse en contra
nuestro? Nuestro sagrado espacio de intimidad ha sido invadido y con ello se
han llevado una de las cosas más sagradas que teníamos. Sin embargo, no estoy
seguro si los más jóvenes que yo opinan igual. Creo que no; de hecho ya forman
parte de otra “cultura”. Porque la “cultura” ha cambiado como consecuencia de
la conectividad. Ojalá todo esto no se vuelva algún día en contra de ellos. Me
temo que son un poco ingenuos, pues el mundo sigue siendo un lugar inseguro
para algunas de nuestras creencias. La prudencia y la intimidad seguirán siendo
un lugar indispensable para nuestra seguridad.
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viernes, 8 de abril de 2016
martes, 8 de marzo de 2016
Desaparición del estado
Cada vez se hace más evidente la
progresiva desaparición de los estados nacionales tal como se entendieron en el
pasado. Ya lo predijo con gran lucidez, hace más de diez años, Manel Castells
en su libro La era de la información.
Los estados nacionales europeos, surgidos a partir del siglo XV y consolidados
plenamente en el siglo XIX, han tenido su máximo esplendor en la segunda mitad
del siglo XX, con la consolidación de la democracia y los instrumentos
socialdemócratas que permitieron la creación del estado del bienestar. Las dos
principales atribuciones del estado moderno y que justifican su razón de ser,
están hoy en vías de extinción: el poder de recaudación fiscal y la capacidad
de diseñar un estado del bienestar. Otra atribución importante, la seguridad
ciudadana, se emplea muchas veces de forma perversa en contra de los intereses
generales. Sólo le queda el poder represor, que sigue ejerciendo con eficacia y
contundencia, si bien con un objetivo perverso pues reprime que las clases
medias puedan defenderse, limitando con leyes su derecho a la protesta, ante el
expolio de las minorías extractivas. Hoy asistimos, impotentes, a la descomposición
de todo esto. A consecuencia de la globalización, los estados ya no son capaces
de garantizar la red de seguridad que suponía el estado del bienestar. Los
ciudadanos occidentales ven impotentes como día a día se destruye y desaparece
lo que tan arduamente se ha construido durante las últimas generaciones.
Asisten impotentes a la polarización de la riqueza que se desplaza de nuevo a
unas pocas manos y deja en la pobreza a millones de ciudadanos que hasta ahora
se defendían decentemente y formaban una consolidada clase media, que ha sido
la garantía de la paz y el bienestar del último medio siglo. Los síntomas de
este fenómeno son muchos y de diverso signo. En el campo de la seguridad, ya
vimos cómo la UE fue incapaz de detener el genocidio que, de nuevo, se establecía
en Europa, en los Balcanes. Tuvieron que ser los americanos, de nuevo, quienes
pusieran orden ante la parálisis e incapacidad de los europeos. Hoy es la
crisis de los refugiados. De nuevo asistimos, estupefactos, al lamentable
espectáculo de ver como las autoridades europeas son impotentes para poner
orden en este desaguisado. Las directivas que se aprueban, no se cumplen: ayer
mismo todos los noticieros recordaban que en 2015 la EU aprobó recibir a
160.000 refugiados legalmente, que serían reubicados en la Unión gracias a la
solidaridad europea; ¡la realidad es que sólo se han recibido 900!
Expertos como Paul Mason, en su
nuevo libro Postcapitalismo augura
que el crecimiento será débil en Occidente en los próximos 50 años. ¡que la
igualdad aumentará en un 40%! No cabe duda de que entraremos en una época
salvaje: los ricos intentaran mantener sus privilegios como sea, de hecho,
secuestrando la democracia como vienen haciendo ya y presionando para que el
coste de la crisis –la deuda—la paguen los ciudadanos de a pie. En cuanto a
nosotros, los ciudadanos de a pie, deberemos defendernos con uñas y dientes
para evitar que nos sigan imponiendo la austeridad para pagar esta deuda
colosal, que ahora ya sabemos que forma parte del enorme fraude financiero que
las élites globales crearon irresponsablemente. A todo esto, hay que sumarle el
cambio climático: en definitiva, la imposibilidad de sostener un capitalismo
desbordado y salvaje que lleva a la destrucción del planeta. Todas estas amenazas
han desbordado a los estados nacionales, que no pueden con una problemática que
les desborda, que desborda incluso a los estados supranacionales como la UE. Yo
creo que los ciudadanos hemos de inventarnos nuevas estrategias e instrumentos
desde los que abordar los problemas colosales a los que nos enfrentamos. Cada día
vemos como modestas iniciativas privadas toman el relevo para solucionar,
aunque sea poniendo un granito de arena, los ingentes dilemas planteados, como
aquellos ciudadanos que a su cuenta y riesgo se trasladan al Egeo para socorrer
a los migrantes o, aún, a oenegés como Médicos
sin fronteras que ayer mismo, ante la indiferencia e inacción del estado
francés, decidió, por su cuenta y riesgo, habilitar un campo de refugiados en Calais.
Se dice que la automatización y
la robotización de la producción está significando la desaparición de millones
de puestos de trabajo en todo el mundo, y es verdad. Seguirá destruyendo más empleo
en el futuro inmediato. Pero yo creo que esta no es la cuestión; la cuestión es:
¿quién se lleva los beneficios de esta productividad? Es evidente que no se
redistribuye esta riqueza entre los ciudadanos, que las plusvalías así
generadas no pasan a formar parte del bien común, sino que enriquecen de forma
exponencial a quién ya es muy rico y detenta la propiedad de esos medios de
producción. Recuerdo que en el pasado se decía: cuando los robots hagan las
tareas arduas del trabajo de los hombres, estos podrán disfrutar de muchas más
horas de ocio y dispondrán de más tiempo libre para ellos mismos. Perversamente,
el neoliberalismo nos abocado a un efecto contrario: esa tecnología que debería
habernos liberado, ha contribuido a esclavizarnos aún más.
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