Escribo estas líneas después del debate, hoy miércoles 11 de
octubre, en el Congreso de los Diputados. El presidente Rajoy, una vez más, ha
mostrado su terca obstinación en no acudir al diálogo, a pesar de las numerosas
llamadas a sentarse a negociar que le dirigen desde dentro y fuera de España y
que le han suplicado la mayoría de los grupos parlamentarios de las Cortes en
la sesión de hoy, invitándole vehementemente a sustituir el poder de la fuerza
por el poder de la persuasión.
Ayer, el president Puigdemont, tras una llamada de Donald
Tusk, máxima autoridad europea, decidió posponer sus planes para dar una nueva
oportunidad al diálogo. Fue un discurso conciliador. Su actitud prudente y generosa.
Todo el mundo pudo constatar su voluntad de desescalar la tensión. Sin embargo,
la respuesta de Rajoy, una vez más, ha sido el desplante, la intransigencia y
el inmovilismo. "No hay nada que hablar fuera de la Constitución", sentencia como
una letanía ya cansina. No quiere entender que la Constitución ha quedado en
algunos aspectos obsoleta y deja fuera a muchos españoles; que los tiempos han
cambiado y que ya no sirve a los intereses de todos. Este empecinamiento en
apelar a la ley, cuando una parte claramente mayoritaria de los catalanes y
muchos españoles le demandan sentido de Estado y hacer política, en lugar de
responder a golpe de querellas, impugnaciones, detenciones y sanciones, no lleva a ningún sitio. En
definitiva, falta altura de miras para solucionar con la política un conflicto
que es político. Hasta los propios jueces se lo han dicho, pero nada, nuestro
registrador de la propiedad Rajoy no quiere ver más allá de sus narices.
En el colmo del cinismo, esta mañana, en el tenso ambiente
después de la mano tendida de Puigdemont, el jefe del ejecutivo de Madrid
devuelve la pelota a la Generalitat rehuyendo la invitación al diálogo y
formulando una pregunta retórica: “el president Puigdemont, ¿declaró o no la
independencia de Cataluña?” Y digo cinismo porque Rajoy hace ver que no
entendió lo que sin duda entendieron perfectamente en Madrid. El ejecutivo
español, en su prepotencia, en su persistente actitud de humillar a los representantes
de los catalanes, sólo espera una rendición sin condiciones. Ordeno y mando.
¡Quienes os habéis creído que sois para poneros de igual a igual con el Estado
español!, piensan, soberbios. Y con una mirada de desdén y una actitud
prepotente, que pone en evidencia sus maneras autoritarias, amenazan ya con
aplicar el artículo 155 de la Constitución. Uno no puede evitar la sensación de
que disfrutan con la aplastante superioridad que les da la fuerza bruta y la
sospecha de que acarician en su fuero interno, con la emoción contenida, la
inminente derrota de las instituciones catalanes, la laminación de su ya
precaria autonomía y la subsiguiente represión que sin duda alguna ya está
prevista y preparada. Se han llenado la boca con la unidad de España, con que
Cataluña es España, pero no han pestañeado a la hora de entrar a saco en la
comunidad, saquear los despachos de nuestros representantes políticos, detener
y humillar a nuestros cargos electos, arruinarlos con sanciones abusivas e
injustas, intervenir nuestras finanzas, enviar un contingente policial
especialmente seleccionado para esta represión y adiestrado en el odio hacia
Cataluña –“¡a por ellos!”— para infligir un duro correctivo a la población
inocente y pacífica --¡que iba a votar!--, han facilitado el cambio de sedes de
nuestras empresas para crear un escenario de pánico, poniendo en riesgo la
economía de Cataluña y España… Y todo ello para evitar que los catalanes
manifiesten su derecho a decidir. ¿Quién rompe España? Para Pablo Iglesias, líder
de Podemos, con 5 millones de votos en las elecciones de 2015–ellos y sus confluencias--, es el PP el que rompe España y concuerdo con él. Es muy
triste y vergonzoso. ¿No hubiera sido más sensato dejar votar y conocer cuál es
la opinión de los catalanes?
En esta situación, ¿Cuál es a mi entender el escenario que
nos espera? Está claro que ayer Puigdemont solicitó al Parlament declarar la
independencia de Cataluña y proclamar la República Catalana, pero con una
condición suspensiva: dar un plazo al Gobierno de España para negociar, en
defecto de lo cual la declaración formal de independencia se produciría pasado
el plazo establecido. En las declaraciones de hoy del presidente Rajoy ha
quedado claro que espera simplemente que Puigdemont le confirme que dijo lo que
dijo y, a continuación, el gobierno solicitará al Senado la aplicación del
artículo 155 de la Constitución que faculta a las instituciones del Estado a
intervenir la autonomía, que sería tutelada desde Madrid. Para ello necesita el
permiso del Senado, que es la cámara territorial en España y donde el partido
gobernante tiene amplia mayoría. Hay que hacer observar también, que ayer Rajoy
obtuvo el apoyo del jefe de la oposición, Pedro Sánchez, jefe de filas del
partido socialista. Así que el gobierno cuenta con una holgada mayoría de la
Cámara de los diputados para imponer unas medidas tan drásticas. Para lavar su
imagen, el partido socialista ha exigido a Rajoy un compromiso para reformar la
Constitución en el plazo de seis meses. Algo es algo. Es un gesto. Alivia la
presión y pone en evidencia que ellos mismos están de acuerdo en que es
necesaria esta reforma constitucional. Pero yo no tengo muchas esperanzas
puestas en esta reforma. Ambos partidos son muy hostiles a las concesiones
nacionalistas.
Como consecuencia de la intervención del gobierno autónomo
de Cataluña después de la aplicación del artículo 155, Madrid impondrá un
ejecutivo “títere” y se convocarán elecciones inmediatamente. Mientras tanto
Cataluña está tomada militarmente. Al que se mueva, palo. Puesto que existe el
riesgo de que las fuerzas independentistas vuelvan a ganar, es más que probable
que se busque una excusa –por ejemplo, tumultos en la calle—para criminalizar a
los partidos independentistas –PDCAT, ERC, CUP-- y se solicite a los jueces que
“fuercen” la legalidad para declararlos fuera de la ley. Con tal cosa,
estaríamos asistiendo a dejar fuera del sistema democrático a por lo menos la
mitad de los electores catalanes y a la demolición de la democracia en Cataluña.
Las elecciones serían ganadas sí o sí por los partidos unionistas o por
aquellos que no discuten que Cataluña siga formando parte de España.
Una vez instalada esta situación, vendría el momento de la
propaganda. Ya hemos sido testigos de las manipulaciones, las mentiras y las
deformaciones de la realidad con un discurso posverdadero con el que el Estado
ha intoxicado a los españoles para evitar que conocieran lo que estaba
ocurriendo en Cataluña. Utilizando esta misma estrategia, intervendrán los
medios de comunicación autonómicos para asentar su verdad: el discurso
criminalizador se instalará con la crudeza de su particular vocabulario: “desafío
independentista”, “golpe de Estado”, “bandas tumultuosas de ciudadanos”, “policías
heridos”, “desorden”, “caos”, “insurgencia”, “elementos anti-sistema”, “catalanes
partidarios de la unidad de España maltratados y señalados”, “niños
adoctrinados en las escuelas” … Con un poco de suerte y tiempo, acabarán
convenciendo a muchos, metiendo en la cárcel a los irreductibles y desplazando
la lengua catalana –pues es la raíz de todos los males—e imponiendo de nuevo la
española.
Pero como decía hoy el diputado Doménech en el Congreso,
citando a un premio Nobel, “un pueblo reprimido no desaparece simplemente en la
noche”. Los catalanes seguirán luchando y resistiendo. El Estado español no
conseguirá apagar el incendio, que ellos mismos han encendido, hasta que
comprendan que las cosas no se imponen por la fuerza sino por el libre
consentimiento de las partes, en un pacto entre iguales, establecido con
libertad.
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