Los hechos de ayer, 20 de septiembre de 2017, son de tal
gravedad que quedarán grabados en la memoria durante mucho tiempo. Una vez
cometido el ultraje, ya todos sabemos que nada volverá a ser igual. La ofensa y
la tristeza, interiorizada en el corazón de mucha gente, comportan una
consecuencia tanto más grave: se ha producido la ruptura emocional. Estamos en
un punto de no retorno.
Es como aquella pareja, que después de muchos años de
matrimonio, entra en una situación de desencuentro. Ella le dice que ya no
quiere estar con él, le reprocha su comportamiento dominante. Él insiste, la
quiere. Ella abunda: “no me respetas”. La situación se enrarece a medida que
avanza el tiempo, haciendo evidente un desencuentro que no tiene solución. Ella
insiste que no es una unión entre iguales. La situación se vuelve explosiva y,
un día, salta la tragedia: él, en un ataque de impotencia, viendo que la
pierde, herido en su amor propio, la viola. El ultraje ya es un hecho
irremediable, terrible. Ya nada volverá a ser igual.
Muchos amigos que no son catalanes me preguntan a menudo, con
cierta extrañeza, qué ocurre en Cataluña. No es fácil de explicar, como todas
las cosas en las que el aspecto emocional es esencial. Lo que ocurre en Cataluña,
y en España, no se puede explicar sin recurrir a la historia de este país. Por
desgracia, la historia ha sido manipulada sistemáticamente. Pero hay un hecho
cierto: Cataluña es una nación y mucha gente aquí lo siente así. Y, como tal,
quieren ejercer su derecho de autodeterminación en un momento histórico en que
se replantea su “matrimonio” con el Estado español. No es un capricho, es la
consecuencia de un legítimo malestar. Un malestar que ha acabado enquistándose,
creando una sensación de impotencia y provocando la desafección de una parte muy
considerable de la ciudadanía de Cataluña.
Cuando hay un conflicto, es pueril alegar que la otra parte
no tiene razón y se queja de vicio: hay que abordar la situación a través del
diálogo, ceder ambas partes, intentar buscar consensos. Pero, en cualquier
caso, no se puede ningunear de forma chulesca al adversario y, en lugar de
buscar soluciones, incendiar más la situación con una actitud prepotente y
provocadora. Así hemos llegado hasta aquí.
A España la han lastrado, a mi entender, dos errores básicos de
nuestra Constitución. No tengo nada contra nuestra constitución, la voté en
1978, pero no la sacralizo y no la convierto en un arma arrojadiza para someter
a las multitudes. Cuando una ley no funciona, pues no sirve a una parte
importante de la ciudadanía, hay que enmendarla. Esto no tiene nada de
revolucionario, es el modo como han avanzado nuestras sociedades. El primer
error de la Constitución es el de haber solucionado mal el tema de las
nacionalidades históricas. De ahí viene gran parte del problema actual. Otro
error grave es no haber separado adecuadamente el poder judicial del poder
ejecutivo. El Tribunal Constitucional, la más alta instancia judicial, tiene un
consejo manipulado por el gobierno, pues muchos miembros son nombrados por el
él y afectos a su partido. Y es este alto Tribunal el que desde la impugnación
del Estatut ha emprendido la
progresiva liquidación del estado autonómico.
Ahora vamos a otro problema, que tiene que ver con el sistema
político imperante en España. El problema tiene que ver con una perversa
coincidencia. Resulta que nuestro sistema político es básicamente bipartidista.
El poder central ha estado en manos del Partido Popular y del Partido
Socialista desde el inicio de la democracia. Ambos partidos se han mostrado
claramente españolistas –antes se decía centralista—desde el inicio del
conflicto catalán hace unos siete años. Como consecuencia de esto, los votantes
catalanes se han decantado hacia otras formaciones políticas –sean o no
independentistas--, de tal manera que ambos partidos se han convertido en
fuerzas residuales en Cataluña. En las últimas elecciones catalanas, por
ejemplo, El PP, partido ahora gobernante en España, obtuvo el 8,5% de los
votos. ¿Qué quiere decir esto? Volvemos a la perversión de la que hablaba: los
catalanes están condenados a ser gobernados por un partido al que detestan y
que representa un 8,5% de los votos. Pero, me diréis: ¿Por qué detestan de esta
manera al Partido Popular? Aquí viene el meollo del asunto. El Partido Popular,
de orientación neoliberal, sigue un programa ideológico, que se debatió
largamente en los años noventa, pero sobre todo desde la llegada de Aznar al
poder, inspirado por los think tanks
neoliberales españoles como la FAES, Foro Babel y otros, que persigue la
recentralización jacobina de España. Parte del siguiente principio: “el estado autonómico
es un error y, en la medida en que nos mantengamos en el poder, hemos de
revertir la situación”.
En consecuencia, una fuerza política residual en Cataluña,
que no sólo no representa a los catalanes, sino que está enzarzada en una
operación, desde hace veinte años, para dinamitar el estado autonómico
reconocido por la misma Constitución que ellos dicen defender, ha llevado
Cataluña a un progresivo desmantelamiento de su autogobierno sin que estos,
atados de pies y de manos, puedan hacer nada. La indignación y la impotencia
para defenderse han llevado a Cataluña a un callejón sin salida –y de rebote a España—.
Impotentes, cansados de recibir el silencio como respuesta, el ninguneo y el
desprecio sistemático a legítimas reivindicaciones, los catalanes han empujado
a sus dirigentes hacia otras soluciones: “no nos queda más remedio que
emprender nuestro propio camino”. Ahora Cataluña es como un jabalí acorralado,
y el cazador, que sabe que no entrará en la jaula, pretende que, en su
desesperación por zafarse, lo ataque y así justificar su sacrificio. Esta es la
situación.
Lo que ayer se produjo en Cataluña es una especie de “ocupación
de Checoslovaquia”. No solo en el hecho flagrante de la agresiva irrupción,
sino en los matices de la reacción emocional que han provocado en la gente. Los
españoles, desinformados por una televisión pública que se ha convertido ya en
un órgano de propaganda, tienen que saber que con la invasión de ayer Cataluña ha sufrido una de las persecuciones más
graves de su historia. Conculcando los derechos civiles de los ciudadanos, han
practicado detenciones arbitrarias de nuestros altos representantes políticos a
cartas destempladas, sin órdenes judiciales, han puesto patas para arriba los
despachos de nuestras instituciones, han suspendido la autonomía financiera de
Cataluña, sembrando el desconcierto entre miles de funcionarios que
desasosegados no saben si cobrarán a final de mes. Y lo que es más grave: los
españoles y el mundo deben saber que se hallan anclados en el puerto de
Barcelona y Tarragona, cruceros especialmente habilitados, con 4.000 policías a
bordo con la intención de reprimir a los ciudadanos catalanes. Es intolerable.
En su escalada irresponsable, propia de matones, los que
están organizando esta caza en Cataluña, buscan provocar a la gente para que
reaccione violentamente y así justificar su miserable actuación. Pero no lo han
conseguido. La gente no ha caído en la trampa. Ayer hubo una importante, masiva
y pacífica demostración de indignación en Barcelona que duró hasta altas horas
de la madrugada. A las diez de la noche, una cacerolada convirtió a la capital
catalana en un clamor que impresionaba. Me siento orgulloso de que los
catalanes se hayan manifestado de forma pacífica y responsable.
Ahora, ya no hablamos de prohibir un Referéndum, sino de un
flagrante atropello de las instituciones y de la ciudadanía de Cataluña. Es gravísimo.
Los irresponsables que en España han creado esta situación, lo pagarán muy
caro. Ellos saben que una mayoría clara de los catalanes quiere votar, según
las encuestas alrededor de un 80%, que no quiere decir que quieran votar SÍ por
la independencia. Simplemente, quieren ejercer su derecho, un derecho que les
reconoce el derecho internacional, porque es un derecho natural de todos los
pueblos. Está en juego la democracia. Estamos al borde del abismo. ¡Ayudad a Cataluña!
Foto: Poster del artista Jordi Pagès
Bravo, molt ben dit !!
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