Siempre me ha parecido curiosa la
transformación de las personas en turistas. Cuando vemos un turista por las
calles de nuestra ciudad, lo miramos con un cierto desdén. Hay algo de anodino,
de ridículo en su actitud y su aspecto. Incluso, aquí, les hemos dado un nombre
original: los guiris. Una palabra
cargada con el significado del desprecio. Pero la realidad es que todos, mal
que nos pese, nos convertimos a su vez en turistas en algún momento. Y nos
vemos obligados a meternos en ese triste papel durante unos días, quizás
incomodados, viendo como los nativos nos miran por encima de la nariz.
En mi primer libro, aún inédito, el
protagonista relata su experiencia en su visita a la afamada isla griega de
Mikonos, paradigma del turismo contemporáneo. Os ofrezco un fragmento de este libro
de viajes que he titulado Viaje a Grecia: la tríada helénica y el
enigmático íbice de oro. Espero que os guste.
22 de julio de 2015. Mikonos. El ferry Blue
star Naxos, cargado hasta los topes, desembarca a la horda de turistas en
los muelles del puerto nuevo. Igual que si se abrieran las reclusas de una
inmensa represa, el Naxos nos vomita de su enorme panza. Como guiados por un
sexto sentido, todos los guiris nos
desplazamos como corderos hacia la pequeña embarcación que a su vez nos
conducirá, por tandas, hasta el puerto viejo de Hora, la pequeña y aclamada
capital de Mikonos. El calor es insoportable. El sol, inflexible, nos castiga
sobre la expuesta cubierta de la embarcación. Formamos parte de un variopinto
grupo de turistas en su sentido más estricto. Uniformados con nuestros
impresentables atuendos veraniegos, lo más ligeros posibles, producimos una
impresión más bien deprimente. Gorro playero, algunos anudados con su ridícula
cinta. Sudadera impresa, en muchos casos con explícitos mensajes alusivos al
viaje en curso, como I love Greece,
mochila, cámara fotográfica colgando del cuello y botellín de agua en la mano.
Los más británicos, impertérritos con sus calcetines blancos bien estirados y
zapatillas de deporte de mil y un colorines.
En cinco minutos ya estamos
atracando de nuevo, esta vez en el puerto tradicional de la isla. Los escasos
habitantes de Mikonos, que a esta hora se refugian a la sombra de las tabernas
del puerto, nos miran socarrones. La embarcación nos escupe como si se tratara
de un hormiguero repentinamente agredido. Nos dirigimos hacia lo que llaman la plaza de los taxis por el paseo marítimo
que bordea la bucólica playa, dejando el ayuntamiento a nuestra derecha y la
pequeña ermita que los marineros de Mikonos dedican a la virgen. Poco a poco se
van dispersando los turistas, que se pierden por el laberinto de callejuelas
que llevan a la Pequeña Venecia o
hacia Plateia Alefkandra, donde podrán disfrutar de uno de los rincones más
venerados por el Homo turisticus. Las
callejuelas de Mikonos y sus casas, de un blanco deslumbrantes apenas roto por
el azul que es la marca distintiva del paisaje urbano de las Cícladas,
serpentean por una intrincada medina. La vida de antaño prácticamente ha
desaparecido y los habitantes han vendido sus propiedades, ante la inexorable
presión del turismo. En su lugar, se han instalado las grandes marcas de lujo
de medio mundo que han calado su red en este pintoresco laberinto para obtener
caza mayor. Hace tanto calor que decidimos irnos a bañar. Queremos evitar la
visita de la villa de Mikonos durante el sofocante calor del mediodía.
Decidimos averiguar el precio de un taxi que nos lleve a algún insospechado
lugar de la isla, a alguna de las playas paradisíacas que se anuncian y hacen
su fama. En la plaza Manto Mavrogenous, llamada plaza de los taxis,
deslumbrantes reclamos ofrecen servicios de taxi o paseos turísticos por la
isla. Entramos en uno de los chiringuitos. Nos atiende una mujer joven, muy
bella. Sin duda, la empresa es consciente de la importancia de este factor para
pillar a sus clientes. Profesional y eficiente, la empleada habla un inglés
impecable. Nos atiende con evidente deferencia. Podríamos estar en una oficina
turística en el barrio más pijo de
Londres, tal es el trato. Con la mosca detrás de la oreja, preguntamos precios.
Son de escándalo. Con sorprendente eficacia, la chica –que ya parece
acostumbrada a la sorpresa que muestran la mayoría de los clientes--, nos
ofrece una solución alternativa interesante. Por el mismo coste que un taxi –al
que hemos desistido por su importe desorbitado—, nos propone un transporte a
nuestra disposición durante todo el día, con chofer. Sorpresa. Podrán llevarnos
hasta la playa que queramos y recogernos de nuevo cuando así lo deseemos.
Además, nos llevarán de vuelta hasta el embarcadero para tomar el ferry una vez
abandonemos Mikonos al atardecer. Aceptamos. Sigue sin ser barato, pero no hay
otro remedio si queremos sacar el mejor partido de nuestra corta visita.
Escogemos la playa. Nos ofrece varias posibilidades. Dudamos. Nos pregunta si
lo que deseamos es una playa más turística o menos, para gais o para heteros, más convencional y familiar o
más desmadrada. Con envidiable profesionalidad, nuestra bella asistente propone
la playa Super Paradise. Nos la vende
como una playa divertida, muy bonita y con gente joven. “¡Es la mejor de
Mikonos!”, nos dice con un guiño de complicidad. Nos miramos entre nosotros.
Decidimos que sí.
Al instante llega ante la puerta un imponente monovolumen de nueve
plazas. Soberbio, gris metalizado, nuevo de trinca y recién salido del lavado.
El chofer, vestido con terno, camisa y corbata –lo que produce una cierta
alergia, pues estamos a 40 ºC a la sombra-- nos abre la puerta corredera del
flamante monovolumen para que podamos entrar. Somos seis. El tipo es simpático,
pero la comunicación es prácticamente imposible. No habla inglés. Llegamos a
comprender que es albanés y trabaja aquí durante la temporada turística.
Inquirimos su opinión sobre la playa a la que nos conduce. Sin dudarlo, nos
indica que es la mejor de Mikonos. Bueno… parece que hemos acertado. La suerte
ya está echada. Al fin y al cabo, se trata de tomarse un baño y refrescarse,
comer algo rápidamente y volver a Mikonos para callejear. El lujoso monovolumen
avanza por una carretera serpenteante, sembrada de quats conducidos por guiris
veinteañeros que, a pecho descubierto, se desplazan febriles de un lado a otro
de la isla. Es un trajín increíble. Parecen aquellos nerviosos vehículos
voladores que menudean de un lado a otro en las ciudades siderales de La guerra de las galaxias. Nosotros
vamos como príncipes en el interior perfectamente climatizado. Llegamos a
nuestro destino después de una carrera de aproximadamente veinte minutos.
Nuestro conductor aparca frente a la puerta de un recinto totalmente
“fortificado”, vallado con postes de madera, que no permiten por su altura
otear lo que hay del otro lado. El albanés salta del coche y nos abre la puerta
como si fuéramos ministros. Se despide señalándonos la entrada y nos confirma,
tal como hemos convenido en la oficina con su jefa, que volverá dos horas más
tarde para recogernos de nuevo y llevarnos de vuelta a Hora.
Nos encontramos
frente a la entrada del Super paradise
beach. Esto es lo que reza el rotulo de estilo californiano. El sol es
abrasador. La temperatura, después de veinte minutos de tregua en el fresco
interior de nuestro monovolumen, nos deja totalmente aturdidos. Nos acercamos a
la puerta del recinto. De momento, el mar, aunque se intuye, no se ve por
ningún sitio debido al cerramiento del recinto. Es evidente que lo hacen
expresamente, pues sólo accediendo al local puede uno disfrutar de la playa y
el mar. Suena la música a todo taco. Un portero guarda la entrada a Super Paradise, como es habitual en las
puertas de las discotecas. Es un verdadero gigante de raza negra. La
naturaleza le ha dotado de una potente musculatura, pero no contento con ello, la ha
cultivado además con su evidente afición a la halterofilia. Viste anchas
bermudas y una sudadera, expresamente pensadas para enseñar a los amedrentados
visitantes las poderosas “armas” de sus colosales brazos y
piernas, así como el gigantesco cuello sobre el que se asienta una cabeza negra
como un tizón, pelada al cero y brillante como una bola de marfil, con oscuras
gafas de sol y dotada de auriculares para avisar, en caso de un altercado, a sus forzudos compañeros y que acudan a recoger los cadáveres, producto
de sus expeditivos modales. Poca broma. Para mayor capacidad disuasoria, le acompaña un
portentoso perro negro, de pelo brillante y ojos encendidos, que nos mira con
cara de pocos amigos. El respetable can tiene aspecto de atender solicito a su
amo, en caso de que sea requerido. Amedrentados, nos acercamos a él y nos
facilita la entrada en el recinto con un gesto amable, que nos tranquiliza.
Nada más pasar, nos encontramos ante un amplio espacio de recepción al aire
libre. A nuestra derecha, han construido una instalación “artística” sobre la arena,
de grandes dimensiones y dudoso gusto, a base de botellas de champán. La música
house suena ahora mucho más alto. Da
la impresión que hemos entrado en una discoteca, lo cual nos descoloca un poco.
Parece como si nuestra idea de darnos un chapuzón en Super Paradise, no
cuadrara con este espacio discotequero. En una rápida ojeada descubrimos que,
efectivamente, el recinto cierra por completo la playa, convirtiéndola en un
reservado. Una medida de opinable legalidad.
Frente al mar se encuentran
centenares de tumbonas, alineadas en un orden perfecto, en las que se tuestan
otros tantos turistas, en su mayoría muy jóvenes. Es un inmenso aparcamiento de
cuerpos bronceados. Tal es el abigarramiento de cuerpos expuestos que no se
distingue la arena de la playa. Frente a la primera línea, apurada hasta el
linde del mar, se extiende un mar en calma que cierra una pequeña bahía. Un
paraje que en su día fuera, sin duda, un lugar paradisíaco. Frente a este amplio
tostadero de carne humana, en la zona más interior de la playa, un amplio
parasol de obra cobija un inmenso local con toda suerte de ofertas
gastronómicas fast food. Al fondo y
cerrando el local por detrás, largas barras de bar, inacabables, con infinitos surtidores de cerveza y un surtido discreto de botellería barata en los
anaqueles del fondo. La primera sensación al entrar en este lugar es una
impresión olfativa. Las ingentes raciones de fast food que se consumen aquí en grandes mesas, a las que pueden
sentarse más de veinte personas en cada una, desprenden un olor rancio y
ligeramente desagradable. Buscamos sitio para sentarnos a alguna de las mesas
disponibles. No es fácil, pues se hallan casi todas ocupadas o reservadas. No
hace falta hablar de las tumbonas, a las que es imposible acceder pues a estas horas
del mediodía ya se encuentran ocupadas, desde que a primeras horas de la mañana
han aparecido los más previsores.
Los guiris
parecen encontrarse a sus anchas en Super
Paradise. Una vez instalados, lo que no ha sido nada fácil, me coloco el
bañador e intento llegar hasta la orilla, sorteando las tumbonas, para darme
por fin el baño tan esperado. En un agua caliente como en un baño turco nado
nervioso unos metros mar adentro para sentirme liberado del agobio. Me detengo en una zona lo suficiente distante
de la playa como para sentirme a “salvo” y, mirando perplejo hacia la distante
orilla, no puedo evitar sentir tristeza por el espectáculo que se me ofrece por
delante.
Un rato más tarde, sentado a la mesa, acabo mi sobrio plato combinado
que me ha servido una camarera altiva e impertinente, que parecía reprochar con
su mirada mi presencia aquí, tan desplazado, en el lugar equivocado. Al poco,
sube de nuevo el volumen de la música, que ahora ya es casi insoportable. Ante
nuestra sorpresa, aparecen unas gogó, chicas y chicos, que, disfrazados con sus
estridentes trapos de faunos postmodernos, suben a distintos podios
distribuidos en el amplio recinto para bailar ante un público que, al son de la
música y su creciente volumen, va entrando en trance por momentos.
De repente,
salimos de nuestro embobamiento y caemos en la cuenta de que ya es
prácticamente la hora concertada con nuestro chófer, que debe recogernos donde
nos depositó hace un par de horas. Y, como una exhalación, desaparecemos
discretamente de este Averno para volver al mundo de los vivos.
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