En la esquina enfrente de casa
hay una mujer que mendiga desde hace años, siempre en el mismo sitio. Podríamos
decir que es la mendiga del barrio, nuestra mendiga. Yo no le doy dinero, pues
no creo que esta sea la manera de ayudar. Cada mañana paso delante de ella y
nos saludamos. He observado que son muy numerosos los vecinos que la cuidan;
ora dándole limosna, ora sirviéndole un café con leche –los empleados de la
panadería/cafetería cercana-- para paliar las frías mañanas de invierno. Para
realizar su tarea se dispone de rodillas en la esquina comentada, a la puerta
del supermercado. Es una postura muy incómoda y despierta en mí sentimientos
encontrados, por un lado de compasión y por el otro de indignación al ver una
persona humillando su dignidad de esta guisa. Para evitar el dolor o las
lesiones que a buen seguro le causa esta posición diaria durante horas, la
mujer utiliza un cojín negro de cuero para amortiguar la dureza y el frío del
suelo. Avergonzada de que esta ínfima comodidad pueda poner en entredicho su
humillante condición y con ello privarla de la fructífera compasión ajena, la
mujer esconde el cojín entre sus faldas. Es la figura misma de la mendicidad
convertida en profesión, institucionalizada. Estoy seguro que las cosas no le
van mal, se gana la vida mejor que muchos. En el bien entendido, claro, que
todo lo que recoge no vaya a parar a manos de un chulo, que es, me temo, lo que
ocurre, pues nuestra portera Carmen afirma verla entrar en una furgoneta cada
tarde que la recoge después de la “faena”, con sus escasos enseres. Yo creo que
es una mujer de origen balcánico y es explotada como mendiga por una mafia de
alguno de estos países. Es curioso, pero esta señora ejerce su “oficio” con
notable destreza. Su paciencia y perseverancia ha acabado rindiendo a sus
“clientes” a sus pies. Yo mismo he constatado la presión que ejerce su compasivo
saludo matinal y, a pesar de que hace años que la veo y la saludo cada día, no
ha perdido su esperanza de que, por fin, un día deposite mi limosna como los demás.
Algún día se muestra contrariada por mi tozuda persistencia y lo evidencia con
un saludo ralo y desabrido. Otras veces, desaparece su rencor y saluda educada
y alegre.
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