Los comensales, circunspectos,
entraron en la biblioteca. En completo silencio husmearon la estancia preparada
para la ocasión. La mesa, impecablemente parada, anunciaba por anticipado las
solemnidades gastronómicas que iban a tener lugar. El profesor Butrón,
acentuando la trascendencia del momento, asentía pomposamente a medida que los
invitados, algunos de ellos avezados especialistas del paladar, entraban en el improvisado
comedor. Los viejos anaqueles cargados de libros se habían ocultado tras unas
mamparas japonesas con la intención de distraer lo menos posible la atención de
los comensales e invitarlos a concentrarse en la degustación que iban a
servirles. Los doce invitados cuidadosamente seleccionados para este
acontecimiento, escrutaban sobre la mesa los nombres que indicaban en dónde
debía sentarse cada uno. ¿Por qué este número?, se preguntó el viejo editor…
¿acaso tenía que ver con los doce apóstoles? O, mejor… ¿con los doce componentes
tradicionales de un jurado? Los profesores Butrón y Saguer, perfeccionistas y
meticulosos, no habían dejado nada al azar, haciendo valer su máxima que la
medida, el orden y la exactitud son valores esenciales de su oficio. La luz
roja del rótulo Esencia, que
anunciaba a través de la amplia fachada acristalada la existencia de este
templo dedicado a los sabores complejos, extendía un vaporoso velo rojo sobre
la estancia. Acentuaban esta atmósfera misteriosa las tenues luces blancas, que
iluminaban los doce platos de madera clara de sendos comensales, subrayando el
que debía ser el principal centro de atención a lo largo de la velada. Y, al
mismo tiempo, proyectaban las sombras de los libros que se escondían detrás de
las fusumas japonesas, levemente
opacas, así como la silueta de una hormiga gigante que corría entre ellos. Así,
a la experta circunspección de los expertos se añadía la jocosa ironía de la
inquietante presencia de esta hormiga agigantada, acaso una sutil sugerencia, inconscientemente
inducida por los profesores Butrón y Saguer, acerca de las hacendosas habilidades
y de la tenaz persistencia en el trabajo de este insecto inverosímil.
El profesor Butrón pontificó sobre
el sabor complejo. El mutismo de la sala confirmaba la trascendencia del tema
expuesto. Fue entonces cuando los camareros, como si se tratara de un desfile
de oficiantes en una ceremonia iniciática, sirvieron el primer plato frente a
cada uno de los comensales. Con un gesto trascendente de su mano, la cabeza
erguida y una mirada profesoral que planeó, condescendiente, sobre las cabezas
de los comensales, el profesor Butrón, como un sacerdote de Amón, dio su
aquiescencia para iniciar la degustación, seguro de los positivos resultados de
su infalible sabiduría culinaria. Mientras tanto, el profesor Saguer,
complemento perfecto de su colega en su carácter discreto y disciplinado, se
aplicaba a preparar un spoiler del
plato Mediterráneo –¿casualidad? …acaso,
un inconfesable deseo de llevarle la contraria a su viejo colega, una forma
sumergida en el inconsciente de rebelarse contra su preeminencia magistral-- depositando, con parsimoniosa
maestría, unas gotas de un cremoso de aceite de oliva virgen extra de la
variedad picual, con su manga pastelera, sobre la tepanyaki cryo, que humeaba vapores gélidos en la cabecera de la
mesa.
El observador gastronómico Regol
acabó, goloso, con el último bocado del plato Vinagre. Expectantes, los profesores Butrón y Saguer esperaban su
veredicto, así como el resto de comensales, curiosos por conocer los sesudos
algoritmos de su avezado paladar psicológico y su exhaustiva biblioteca de
sabores. Contra el parecer del viejo editor, el observador Regol sentenció
severo que, precisamente el vinagre, era el elemento estrella del postre, hilo
conductor de la creación y el que dotaba al plato de su nervio, enlazando la
equilibrada estructura de matices gustativos dulces, agrios, sutilmente
salados… y las diferentes texturas acuosas, o cremosas o, aún, crujientes del
apio y el hinojo.
Mientras el profesor Butrón
aleccionaba a los presentes acerca de las virtudes de la pimienta sansho, entre
las que destaca su original perfume cítrico, espolvoreando en la palma de sus
manos, con la ayuda de un enorme molinillo, una exhalación de la exótica
especie, el sumiller Caballero, verdadero mago de las pociones, artífice de
singulares maridajes, servía la infusión que debía acompañar al siguiente
plato, Cítricos. La infusión, era una
delicia que utilizaba la hierbaluisa como elemento conductor hacia un ramillete
de complejos matices, entre los que destacaban las medrosas tonalidades del
hidromiel, que condujeron las ensoñaciones de algún comensal hasta los
profundos bosques del Finisterre donde, a parte de las meigas, moran los
secretos aromas de las resinas y el eucalipto.
Empireumático
fue el postre culminante. En las profundidades de este plato se miden las
singulares destrezas que se aprenden en esta escuela del sabor. Es aquí donde las
dotes culinarias del profesor Butrón y su alter
ego Saguer se mostraron más extraordinarias. En un alarde de conocimiento, buscando
mayor complejidad y elegancia en el sabor, la sofisticada familia gustativa de
los ingredientes que se caracterizan por las notas ahumadas, torrefactas, tostadas,
de cavernosos retrogustos achocolatados, representadas en este portento por el
café, el mascarpone, el té english
breakfast, la melaza, el regaliz, el chocolate con leche y la ciruela,
componían un raro equilibrio, en el que en un alarde técnico –como un triple
salto mortal de la culinaria—dos ingredientes, el té y el café, aparentemente incompatibles en la paleta de
las armonías, mostraban una perfecta integración en la arquitectura de este
plato. Un postre realmente conseguido, lo que el profesor Butrón, en sus
clases, arrastrado por la vehemencia de sus convicciones, llamaría la sublimación
en la elegancia del sabor.
La medianoche marcó el fin de los
murmullos que procedieron a la cena y los doce comensales se despidieron de los
profesores Butrón y Saguer, así como de Caballero, el habilidoso druida de las
pociones que había iluminado los platos con los líquidos de su sabiduría, un
hombre alto, espigado y misterioso, con ojos pequeños y profundos en sus
cavernosas cuencas, dotado de una perilla que acentuaba su quijotesca esbeltez
y, acaso, acababa de construir su aspecto mefistofélico.