Una burbuja es como una pompa de jabón. Leve, casi etérea, crece
y crece hipnotizándonos. Flota en el aire y va subiendo poco a poco. Nos admira
ver esta forma redonda, esta esfera flexible, transparente, que se hincha ante
nosotros. Una admiración secuestrada por una tensa curiosidad, un poco
perversa, de ver hasta dónde llegará sin reventar. Nos fascina por su doble
condición de frágil y resistente al mismo tiempo. Todos somos un poco niños,
ingenuos. A medida que la burbuja crece, aumenta proporcionalmente nuestro
suspense… ¡qué emoción! Hasta que, finalmente, ¡plis!... la burbuja desaparece
en un chasquido ridículo, insignificante. El sugerente espacio de su
transparente esfericidad, los destellos de sus iridiscencias, su alma inasible,
desaparecen en un instante convertida en una insignificante gota de agua que se
pierde en el suelo. Y nuestra tensa atención, desvestida de forma tan súbita de
toda emoción, nos devuelve, con la misma expresión estúpida de un pez hervido,
a nuestro estado rutinario habitual.
Este mecanismo fascinante es el juguete favorito de nuestro
capitalismo actual. El trampantojo ideado para timarnos azuzando ante nuestros
ojos un espejismo, una falsa ilusión. El juego, que se llama La Burbuja –ya lo habéis adivinado--,
requiere de dos tipos de jugadores; en un campo, los listos, que disponen de todas las fichas del juego; del otro lado,
los tontos, que no tienen fichas,
pero sí muchas ganas de jugar. El juego consiste en que los listos se divierten
haciendo ganar fichas a los tontos a base de que suden bien la camiseta. Es una
ginkana. ¡Qué divertido! Los tontos, que no tienen nada, se desviven por danzar
de un lado a otro para ganar una ficha. Los listos se lo pasan la mar de bien
viendo a los tontos de aquí para allá, sudando la gota gorda para conseguir una
ficha, y otra ficha… y otra más.
Bien, me diréis. Pero, ¿qué gracia tiene esto? Y, sobre
todo, ¿qué finalidad? Pues no veo el interés de unos en ir soltando fichas y de
los otros en andar detrás de ellas como locos. ¡Ay, qué poco maliciosos que
sois! ¡qué ingenuos sobre la verdadera naturaleza del género humano! Veréis, es
muy sencillo: los listos han inventado el juego de La Burbuja para ganar más fichas, aprovechándose de la necesidad de
los tontos y de las ganas que tienen éstos de conseguirlas. Les han vendido una
ilusión que luego ha resultado ser humo. Les han vendido un sueño, una quimera,
una burbuja que no era más que una ensoñación, un delirio, un espejismo atizado
delante de sus ojos. Una nada que se desvaneció en un instante. Y ahora los
tontos se miran atónitos, preguntándose cómo es posible que los hayan engañado,
que se hayan convertido en víctimas tan fácilmente. Pero los listos ya han
conseguido su propósito: les han arrancado el compromiso de seguir pagando
fichas de por vida. Era una promesa por obtener la codiciada burbuja. Ahora les
toca pagar lo que deben, aunque lo que han comprado es humo. Lo que adquirieron
prometía mucho y resultaba fascinante mientras crecía. Pero un día, la pompa de
jabón explotó. ¡Plis! Y el sueño largamente acariciado, desapareció en un
instante, se desvaneció como si nada. Ahora, los tontos se sienten estúpidos,
lo que aumenta su frustración, el agravio que han sufrido. Mientras tanto, los
listos miran para otro lado. Con cara de póker, disimulan su engaño. Insisten en
que no ha habido truco, que no hay trampa ni cartón, que su juego es limpio y
claro, transparente como una mañana clara. Los trileros saben que está en la
naturaleza del engañado tragar dócilmente el áspero veneno de su timo. Hay que
tener paciencia --piensan los listos--, aguantar el chaparrón y esperar a que
las aguas vuelvan a su cauce. El tiempo lo cura todo. Está en la naturaleza de
los tontos sufrir por su condición de ingenuos, de idealistas, de soñadores… en
definitiva, de tontos. Pagarán el pecado de su ingenuidad en silencio; son la
masa de los resignados, los imbéciles de la historia… Son los nuevos esclavos.
Pagarán religiosamente a los listos, sin rechistar, pues su condición natural es
ser como los burros de carga: una bestia a la que atizar para que transporte
eternamente los bienes de otro.
Y mientras tanto, los listos se rearman discretamente para
montar una nueva burbuja. Taimados, esperan el momento propicio para recomenzar
de nuevo. Saben que está en la naturaleza del engañado, volver como un tonto,
de nuevo, al cebo del engaño. Saben que esta vez será aún más divertido y
ganarán más fichas que la vez pasada. La codicia no tiene límites. Saben que
los tontos ya están de nuevo inquietos para volver al juego, atraídos por la
remota posibilidad de ganar al trilero, aunque sea por una vez. Hipnotizados,
los tontos, por la posibilidad de que la burbuja no explote, que esta vez sí
resista; que las dichosas fichas pasen, de una vez por todas, a su campo. Y
acabar así, de una vez por todas, con el círculo infernal, por siempre
repetido.
Y los listos, con la parada montada de nuevo, provistos de
su sonrisa sardónica que delata su condición de desalmados, ya llaman por
enésima vez a los tontos para que acudan a la feria, a apostar en el juego de La Burbuja:
__ ¡Pasen y vean, señores! ¡Hagan su juego!¡Siempre toca, un
pito o una pelota!