La canícula ha
entrado de pleno. Calor insoportable en Barcelona. Coincide con un incendio
tremendo en el centro de Portugal, que ocasiona 69 muertos y veinte mil
hectáreas de bosque de eucalipto calcinadas. Greenpeace sostiene que son el
efecto del cambio climático. Otras
voces alertan de la progresiva desertización
de la península ibérica. Un proceso que avanza rápida e inexorablemente. Muchos,
somos partidarios de un cambio radical para revertir la situación, que pasa por
eliminar progresivamente la utilización de las energías fósiles y sustituirlas,
de forma urgente, por energías alternativas que sean limpias y no dañen al
planeta. Pero este programa choca con una considerable resistencia. Una
oposición que no proviene sólo de las grandes corporaciones industriales, del
sector del automóvil, de los grandes intereses petroleros, etc., sino de una
parte significativa de la ciudadanía, de la propia población trabajadora que,
con las políticas ecologistas, ven peligrar su puesto de trabajo. Difícil
encrucijada. ¿Cómo abordar la solución de un problema que nos arrastra al
desastre y, al mismo tiempo, no dañar la ya frágil situación de muchos puestos
de trabajo? La magnitud del dilema es de proporciones gigantescas. No es fácil.
Y lo que es peor; su solución requiere de unas circunstancias que son muy
complicadas que se den. ¿Cómo convencer a los mercados –esa figura fantasmal, pero que existe—para que renuncien
a unos recursos que suponen jugosos beneficios? ¿Cómo convencerlos a que
renuncien a semejante tajada –es evidente que no podemos obligarlos-- en un
mundo cada vez más polarizado, dónde los poderosos –los dueños del mundo--,
cuya riqueza –inmensa, como nunca antes en la historia de la humanidad-- está
ahora concentrada, más que nunca, en pocas manos? Algunas personas tienen un
poder de decisión casi absoluto sobre los asuntos del mundo. Estamos entrando
en un mundo neofeudal. En una época
de claro retroceso de la democracia,
en la que los ciudadanos tienen cada vez menor poder de decisión, pues los
estados les han ido sustrayendo este poder en beneficio de las élites
financieras, o de esas entidades fantasmales que llamamos mercados, que no tienen rostro, pues el
capitalismo avanzado se ha sustraído a la tangibilidad, pero que son, aun así,
unas entidades más que reales, incluso implacables por sus efectos. ¿Cómo
maniobramos para cambiar todo esto, si los propios ciudadanos, como decía más
arriba, temen perder lo poco que tienen si se aplican las necesarias políticas
de sostenibilidad?
El ejemplo del
presidente Trump es una clara
ilustración de esta paradoja. Por primera vez, en EE.UU. --en el Imperio--, la opinión de una mayoría
de ciudadanos se alinea con un presidente negacionista. Paradójica coincidencia
de intereses. Tal como se temía, Trump salió del acuerdo sobre el clima firmado
en París. Un retroceso decepcionante. Seguramente de consecuencias desastrosas pues,
si no me equivoco, EE.UU. es el responsable de una cuarte parte de las
emisiones nocivas de todo el planeta. Lo peor es el ejemplo que esta práctica
puede ofrecer al mundo, animando a otros a hacer lo mismo, con la excusa de que
“si lo hace el imperio, por qué no yo”. Un escándalo. Un gravísimo atentado
contra la sostenibilidad de nuestra vida futura y la continuidad de nuestra
especie.
Estados Unidos,
con esta huida de su responsabilidad climática, ha perdido definitivamente el liderazgo moral del mundo. Su actual
presidente es un síntoma. Trump nos recuerda a los Calígula y los Nerones de la
antigua Roma. Y, como ella, ha entrado en una época de decadencia. La humanidad se encuentra ahora huérfana de un “hermano
mayor” que ha velado durante un largo periodo de tiempo por los derechos
humanos y los principios democráticos. Esto ya se ha acabado. Europa tiene aún prestigio,
pero poco poder para ejercer su influencia. El fracaso de su unificación, su
incapacidad para intervenir en los conflictos del mundo, le han restado autoridad.
Y el caso del reino Unido, con el Brexit, nos presenta la desolación de una
nación a la deriva, que ha cometido el inmenso error de desvincularse del único
proceso que puede salvarnos y fortalecernos, a pesar de ser uno de los miembros
fundadores de la UE. Ya nada es lo que era. Nuestros políticos, mediocres,
hablan de crisis; pero lo que está ocurriendo es simplemente que estamos
cambiando de mundo, de la misma forma que el Renacimiento dio paso a un mundo
nuevo dejando atrás la Edad media.
Ante este
panorama, no queda más que esperar que surja una iniciativa, ahora
inconcebible, para hacer frente a nuestros ingentes desafíos. Si somos
optimistas, creeremos en la infinita capacidad creativa y la resiliencia de la
humanidad, de su determinada capacidad para la lucha y la supervivencia, de su
tenacidad para sobreponerse a lo peor, anteponiendo finalmente su sensatez. En
todas las épocas, los analistas, sobrecogidos por las tragedias de la
humanidad, han pensado que estaban al borde del precipicio, que se acercaba el
fin del mundo. Pero siempre hemos sido capaces de resurgir, ¿por qué no debería
ser así ahora?
Para abordar
los ingentes problemas que tenemos por delante, lo primero es analizarlos bien
y decidir prioridades. Yo pienso que nuestra
prioridad es el cambio climático, pues si no revertimos la situación
actual, el planeta no sobrevivirá y nosotros desapareceremos con él. Por esta
razón sostengo que debe aparecer un nuevo humanismo que ponga a la preservación
de la Tierra en el centro de nuestro interés, desplazando el anterior
humanismo, que nació con el Renacimiento, y que sostenía que “el hombre es la
medida de todas las cosas”. Ahora descubrimos que nuestra acción debe ser
necesariamente limitada. No podemos aspirar a un crecimiento infinito como creían
nuestros antepasados. El planeta Tierra no lo hace sostenible.
Este nuevo
humanismo, que yo llamo Neohumanismo,
debe formar a las nuevas generaciones en un nuevo código ético. Uno de los puntos fundamentales en los que debe
incidir es en nuestro concepto de la riqueza. Hasta ahora nadie discutía que la riqueza era un valor positivo para
la humanidad. Ni nadie discutía la necesidad de su crecimiento ilimitado a fin
del bien de la comunidad humana. Lo que sí se discutía era el reparto de la
misma. Se disentía respecto al uso y propiedad de la misma; mientras que unos
sostenían que la riqueza pertenecía a una minoría, por derecho de sangre, o
bien por que la hubieran acumulado haciendo uso de sus habilidades, otros
defendían que la riqueza debía redistribuirse socialmente, compartirse de forma
común beneficiando a la sociedad en su conjunto. Este escenario se ha
presentado a lo largo de las épocas como una lucha de clases, como un proceso
progresivo que llevaría a la humanidad hacia un comunismo de la propiedad. Sin
embargo, debemos enfrentarnos a la constatación de que ahora el problema no es
sólo como se distribuye la riqueza, sino que esta misma riqueza ya no puede
crecer infinitamente. Por primera vez, la humanidad toma conciencia que nuestra
capacidad de crear riqueza tiene un límite: la sobreexplotación de la Tierra que, exhausta y agotada, está a
punto de abocarnos a la autodestrucción, si no encontramos rápidamente una
solución.
En
consecuencia, en el futuro no será sólo más difícil crecer, sino que la riqueza
existente, al ser limitada, provocará mayores tensiones en la comunidad humana.
Los ricos se encastillarán para protegerse de la presión redistributiva y la
humanidad – los humanos comunes—deberán ingeniárselas para dar un salto
adelante que suponga, primero, la
salvaguarda de la especie y, luego, el acceso a la dignidad que ahora está muy lejos de existir, redistribuyendo la
limitada riqueza disponible.
Foto: Nuestra responsabilidad es preservar la naturaleza para las futuras generaciones