¿Qué señala la cálida luz sobre
las tonalidades del carmín? En una esquina del cuadro, ilumina la lumbre del
hogar la encendida melancolía de una mujer, que así apartada parece querer
escaparse de la escena para amagar su tristeza, zafándose de las miradas
intrusas. Los tonos rojizos de su ropa y del sofá, en el que se encuentra
casualmente sentada, aumentan el misterio de su desolación: ¿Qué amargos
recuerdos afloran ahora con el encanto del fuego? ¿Qué la atormenta? (Edgar Degas/Melancolía).
Contrasta con este instante de
embrujo captado por Degas, la testa bobalicona de la mujer del cuadro de
Picasso. También a ella parece aquejarle el mal de la bilis negra. Más hierático y solemne, este retrato de Picasso, pintado
con luminosos pasteles, resalta el chiste del sombrero que parece un barquito
de papel encallado en la testa de la mujer de triste mirada de 1939 (Picasso/Mujer con sombrero verde).
Otro carácter presenta la mujer
que retrata Modigliani en 1917. También ella parece ensimismada y pensativa. Al
parecer Elena Povolozky fue artista ella misma, modelo y generosa protectora de
amigos desahuciados y hambrientos pintores, cosa que parece desmentir la dura
expresión de su rostro. Por cierto, Modigliani gustaba de tatuar. No hace mucho
se han ido a la tumba los últimos tatuados; ¡quién luciera uno, de artista tan
renombrado, ahora que están tan de moda! En caso de muerte, ¿existiría la
posibilidad de donación, como si de un órgano se tratara? Me imagino a los
herederos frotándose las manos. (Modigliani/Elena
Povolozky 1917).
La levedad de este bodegón apenas
insinuado a través de un velo de tonalidades nebulosas sorprende por su
esencialidad. Mínima expresión que dice mucho. Vaporosa evocación de las posibilidades
de la luz: ¿qué es más, la luz o los objetos que la reflejan? Aunque parezca
que van a desaparecer, definitivamente difuminados, desvaídos y finalmente
esfumados, continúan con vida. (Giorgio
Morandi/Still life 1950).
En Courmayeur, al pie del
Montblanc, estuvo Oskar Kokoschka en 1927. Aprovechando la vista desde la
ventana de su habitación, en un hotel de la empinada ladera de la montaña, pintó
con una explosión de color la vista del pueblo al pie de las colosas cumbres. La
visión produce un efecto cataclismático, todo parece moverse y explotar ante la
vista del espectador. Los vivísimos colores y los efectos de luz te agarran por
el cuello y te centrifugan a través de su delirante sumidero hasta el lejano y
luminoso glaciar del Montblanc. (Kokoschka/Courmayeur
et les dents des géants 1927).
¿Quién es este artista que dibuja
este paisaje de ensueño que parece nadar en la nada? Diríase que es una barcaza
flotando en el espejo de las aguas. Me recuerda las atmosféricas escenas de
Joseph Conrad, con sus historias de barcos muchas veces evaporados en las
someras aguas de un remoto país oriental, en sus paisajes marinos, donde
pululan sus oscuros y enigmáticos personajes. Misterio. ¿Quién es el pintor? ¿Lo
sabes?
Mira los ojos y las expresiones. Una
técnica esquemática muy efectiva para subrayar la infinita miseria a la que fue
expuesta la población de París. Pueblo dormido que despierta. El amanecer de lo
que será una viva explosión. Imagen implacable del sometimiento del ser humano.
De su infinito sufrimiento fruto de la codicia de unos pocos. Aquí aflora el
ansia de rebelión que puede leerse tímidamente, pero de forma contundente, en
la cara de los miserables que darían paso a los hechos de la revuelta de 1848.
Puede percibirse también el miedo, el temor que sin duda turbaba estas almas. Pero
el espíritu de la libertad parece más fuerte que el riesgo cierto de morir y,
poco a poco, se alza el murmullo que un iluminado –nunca mejor dicho—parece abanderar
asegurado en el tumulto de sus iguales. Aún inseguros se protegen en la masa,
se amparan entre ellos para recuperar lo que han perdido. (Honoré Daumier/La revuelta de 1848).
Una de las cosas más bellas de la
pintura expresionista son los propios marcos de las pinturas. Su barroca antigüedad
contrasta con el aire fresco que supone la pintura moderna, esa pintura que
emerge llena de color de los impresionistas como en el caso de este cuadro
pintado en un rincón de la Provenza.
El sol de la tarde asoma para
iluminar esta corrida de toros en la que ahora se ocupa el rejoneador. Picasso parece
presagiar con esta terrible escena, en el que se convoca el recreo cruel de la
muerte, la guerra fratricida que pronto se abatiría sobre nosotros y que
reflejaría de forma semejante en el majestuoso Guernica. Fluye en este caso la sangre del caballo destripado en el
mismo momento de agredir con el rejón al toro bravo. Toda la emoción trágica del
cruel encuentro se concentra en las expresivas caras de hombres y animales. Caballo
y toro son en el instante captado la expresión de la tragedia que a ambos
compete. (Pablo Picasso/Corrida 1934).
Que petulantes aparecen estos
tres abogados, después del juicio que han perdido, sumiendo en la desesperación
a la mujer que apenas se vislumbra al fondo, residuo sin protagonismo de la
implacabilidad de la justicia
injusta. Los hombres de la ley, bien amparados en la prepotencia de su oficio y
la solidez de su corporación, son ya totalmente insensibles al infortunio que
cae inexorable sobre los humanos. (Honoré
Daumier/Tres abogados 1855).
La luz se rompe como un espejo en
mil destellos que alumbran una obra insólita en aquel lejano 1834. ¿Quién podría
imaginar una estampa campestre tan osada en aquellos lejanos tiempos? El propio
Jackson Pollock asumiría y reconocería que esta obra podría ser la inspiración
de su One:Number 31, 1950 que se exhibe majestuoso en el Moma.(John Constable/Al lado del río 1834)