No hay nada más terrible que usar la
justicia para imponer un castigo arbitrario sobre aquellos a los que no se
tolera, cuyas ideas no aceptamos y, entonces, ejerciendo la violencia de la que
disponemos en exclusiva, imponer cobardemente por la fuerza nuestra
"verdad" sobre aquellos que defienden las suyas de forma pacífica.
Ese castigo injusto es entonces el resultado de la venganza, el fruto del odio
y el resentimiento.
No hay nada más torticero y
mezquino que apelar al acatamiento de la ley cuando uno mismo no ha hecho otra
cosa que retorcerla, para acallar al diferente, para someterlo, para forzarlo a
abdicar de sus ideas.
No hay nada menos democrático que
no querer sentarse a negociar un conflicto con el adversario, desdeñándolo y
abocándolo a la claudicación.
No hay nada más miserable que apalizar
a los ciudadanos para castigarlos y escarmentarlos por haber creído en sus
ideales, criminalizándolos y obligándolos a abrazar otras lealtades. Otras
lealtades en las que no creen pues éstas jamás atendieron sus legítimos
anhelos.
No hay nada más trágico que lo que
han hecho pues, en su cobarde proceder, han roto ya todos los lazos afectivos
que hubieran hecho posible el mantenimiento de Catalunya dentro de España. Han
vencido, pero no han convencido; pues para ello se necesita persuadir con la
palabra y la inteligencia, no con la fuerza bruta. Solo han sembrado la semilla
de la desafección. A eso ha llevado su borrachera de patrioterismo barato, de
nacionalismo fascistoide trasnochado. España inquisitorial e intolerante. Esa
es la tragedia de España; que ha tirado por la borda, irresponsablemente, la última
posibilidad de construir por fin, después de cuarenta años de frágil democracia,
una España plurinacional bien avenida.