Este es un nuevo cuento del libro de relatos ambientado en la isla
griega de Andros que estoy escribiendo. El otro día, publiqué “El desterrado de
Calígula”. Las Cícladas son para mí una fuente de inspiración fascinante.
Grecia, aparte de cuna de nuestra civilización, ha sido el escenario, a lo
largo de la historia, del encuentro de prácticamente todos los pueblos del
Mediterráneo. Quiero que este libro refleje, a parte de mi fascinación por
estos parajes, el pulso de vida que aún late en ellos desde la noche de los
tiempos. Aquí tenéis en primicia un nuevo relato del libro, esta vez una
historia que ocurre en la actualidad y con un tono muy distinto al anterior; espero
que os guste.
Irene
dijo que la habitación le parecía bien. Me la quedo. Yes, yes, it’s okey. El casero salió y, tras de sí, cerró la
Puerta. Se asomó a la modesta terraza que daba al mar, como desganada,
pensativa. Las paredes descascarilladas por el salitre. No me extraña, ¡qué
humedad! Había una mesa y una silla oxidadas, balanceadas por las ráfagas de
aire. El viento del Norte entraba casi directo en su terraza, frente a la bahía
de Ormos Korthiou (¡qué pueblo más desangelado!). Era una tarde desapacible,
las olas batían (el mar rugiente) en la playa y contra las rocas que protegían
el solitario paseo marítimo. Una bruma pegajosa descendía, rauda, desde los
montes cercanos. Una luz sucia, amarillenta, anunciaba la inminente llegada de
la noche. Se ajustó la chaquetilla al cuerpo con ambas manos, uy qué frío (a
pesar de ser el 19 de agosto) y, recogiéndose como pudo su largo pelo rizado,
desmelenado por el viento, entró de nuevo en la oscura habitación y cerró las
batientes de la puerta de la terraza.
Estaba
cansada, pero sobre todo estupefacta. ¿Cómo estaba, además? ¿rabiosa? ¿decepcionada?
¿triste? No lo sabía, se sentía confundida, con sentimientos encontrados. Eso
es: sentimientos encontrados. Tenía que asimilar los hechos. Había sido un día
largo, muy largo. Lo que me ha ocurrido es tan fuerte, se decía, (¡sólo me
puede pasar a mí!) que no me lo acabo de creer. El espejo le devolvía una
imagen que no le gustaba, desaliñada. Bah, vaya día. ¡Churri, cuando te lo cuente vas a alucinar!, le dijo a su amiga,
imaginándola junta a ella, mirándose en el espejo y arreglándose el pelo. Estoy
hecha unos zorros. Hizo una mueca con los labios, carnosos. Sí, ya lo sabía, era
uno de sus encantos, e hizo un gesto como de burla. Se acercó algo más y examinó
sus ojos (preciosos, negros, grandes y almendrados; ella lo sabía), como un
entomólogo escruta un insecto con la lupa. Hizo un gesto de contrariedad, pura
impostura. ¡Qué ojeras! Se ajustó la falda, puso ambas manos en la cadera y la
cimbreó con un movimiento sexi. Estudió el efecto con cara de mujer fatal (ojos
achinados) y se dio media vuelta dejándose caer como un saco sobre la cama.
No podía
dormir, su cabeza no paraba de darle vueltas, y los acontecimientos del día, de
los últimos meses, se agolpaban en su mente.
Había
llegado a Andros con el ferry de las 7.30 h. Dos horas de trayecto. Un viento
del demonio. Poco después de embarcar, al salir del puerto, salió un momento afuera;
imposible. Volvió al confort de la sala interior, con aire acondicionado y
sillones cómodos. ¡Qué guay! Echó una dormidita. La noche anterior llegó a
Atenas con un vuelo nocturno. Llegada a las cuatro de la madrugada. ¡Qué palo!
El aeropuerto solitario. Bares cerrados. Ni un puto café. Solamente el personal
de limpieza. La peña estirada por el suelo durmiendo, con la mochila y eso, de
cojín. Pues yo también. Hasta las seis no sale el primer bus a Rafina. Así que se
repantingó a gusto en el sofá del ferry. Música de Twenty One Pilots. A él también le molaba; ¿recuerdas Irenita? Stressed out.
Now I´m insecure and care for what people
think… Uf.
Se enteró
que llegaba a Gavrio por el movimiento de la gente. Se quitó los auriculares.
Una voz estridente, en griego, luego en inglés, anunció por megafonía la
llegada. Salió a cubierta. El ferry, enorme, enfocaba su popa hacia el dique
para atracar (parece imposible con este viento). Dos marinos con chalecos
amarillos recogían los cabos y los amarraban. En un santiamén, el buque escupió
su carga humana, como hormigas recién atizadas se desparramaban nerviosas entre
los coches, que pitaban. Ya estoy aquí, se dijo Irene. Y echó una larga ojeada
sobre el pequeño puerto y su tranquila avenida marítima a estas horas de la
mañana. Un café, lo primero. Luego veremos.
¿Y ahora
qué, nenita? ¡Churri, que ya estoy
aquí! Aún no sabías, Irenita, que él no te esperaba. Sí, lo habías escrito decenas
de veces. Y él no te había contestado. Claro, dijiste, todos lo tíos son iguales.
Primero te enamoran, te dicen cosas bonitas… los ves tan dulces, ¿verdad,
Elías? Y, luego, si te he visto no me acuerdo. Bueno, miento; al final me envió
un correo, ¡por fin! Vente si quieres, yo estaré ocupado, pero ya encontraremos
el momento de vernos. ¿Quería o no quería verla? Firmaba: love, Ilías. A ver, ¿cómo lo entiendes? Dudas. Bah, pues sabes qué:
para allá voy. Ya verás cuando te lo cuente, Churri, no te lo vas a creer. Elías no decía ni mu, pero yo dale
que te dale. Que sí, que voy a verlo. No contestaste ninguno de mis emails,
bribón. Eres un empanao. ¿Se arrepentía, Irene, de haber ido? No; había saciado
un cierto morbo. Sí, Churri, estoy
enamorada; el chico es mono, me gusta, le había confesado en Barcelona. Mi
griego morenito, mi Elias, con esa cara de buen niño, que no ha roto un plato.
¡Bribón! Irenita, con la de sitios, de países distintos a los que podrías
acudir estas vacaciones, le decía su amiga Núria. Núria era su Churri, (con la que ahora hablaba para
sí), la Coneja, que así la llamaban
cariñosamente por sus dientes superiores ligeramente salidos. Pero, ¡ojo!, muy
mona. Atractiva. Incluso, algunos chicos decían, que así, tenía un cierto sex
appeal. ¡Tú sí que eres mona!, le decía la
Coneja a Irene. Ves con cuidado con los tíos, son todos unos violadores en
potencia, le decía en broma cuando Irene le contó que quería ir a Andros, a la
aventura, a ver si daba con Elías,
aquel chico que conoció en Formentera. ¡Olvídate!, le decía la Coneja con un gesto de la mano; con la
de tíos buenos que corren por el mundo y la de sitios guais que te quedan por
visitar… ¡Qué yo no quiero ir a pasar frío a Alaska, ni se me ha perdido nada
en los templos de Birmania! Llámale romanticismo trasnochado, pero Irene quería
ir a ver a su chico. ¡Qué guapo!, decía. Sí, ya sé que es bajito y con gafotas,
con montura de concha negra. Parece un empollón de primero de informática. Pero
a Irenita le hacía gracia. Un escalofrío le recorría ahora de la cabeza a los
pies al pensar en la escena de esta tarde, en el monasterio. Aún no se lo podía
creer. Alucinaba pepinos de colores. El corazón se le aceleró.
Inquieta,
se levantó de la cama. Definitivamente, no podía pegar ojo. Fue hacia la puerta
de la terraza. Miró a través del cristal. La noche ya había caído sobre Ormos Kortiou.
A lo lejos, apenas se veían algunas luces macilentas de las escasas tabernas
abiertas que servían a un turismo incipiente, basado principalmente en los andriotas
que habían emigrado a los Estados Unidos y que, enriquecidos, volvían a su
tierra para pasar el verano. Las sencillas casas blancas, en la lontananza, le
recordaron a Formentera. Abrió su móvil instintivamente: una foto suya con
Ilías, en Espalmador, iluminó la estancia.
—What´s your name?
—Me llamo
Ilías (Elías). Soy griego, pero hablo
un poco de español.
Ilías le
explicó entonces que era de Andros, una isla muy bella en el Egeo, que formaba
parte de la Cícladas.
—¿No la
conoces? ¡Te encantaría!
Se
dedicaba al turismo, le dijo. Por eso estaba en España: “Es un modelo para
nosotros, y me envían aquí para aprender”, dijo Ilías. “Hace ya varios años que
vengo, he aprendido un poco el español, me gusta mucho Formentera. Es un modelo
para nuestras islas, ¿sabes?; se parecen a esto”. ¡Y un huevo!, me tomaste bien
el pelo, sinvergüenza. Con esa carita de empollón. Y apagó su móvil.
Aquel
verano, Irene había decidido veranear en Formentera. ¡Qué guay! Alquiló una
habitación en Es Pujols. La consiguió por enchufe. Uf, sino, en Formentera, imposible.
Aquel día, se había acercado hasta La Sabina. Quería ir a Espalmador. Alquilaron
la barca entre varios. Así es como Irene se juntó con un grupo de guiris
franceses y, claro, Ilías. Ahí estaba, solo como ella. Mirando cómo un bobo,
tímido, me apunto o no me apunto. Se miraron el uno al otro, disimulando. Qué
mono, pensó; es como un osito de peluche. Ella hizo como que no le interesaba,
mirándolo con desdén. En Espalmador, precioso, aguas transparentes turquesas, se
dieron unos baños inolvidables. Una pasada. Y tomaron el sol, uf. Pura
sensualidad. Ilías pescaba lenguaditos diminutos con un tenedor, que se
arracimaban alrededor del cabo del ancla. ¡Cómo nos reíamos! Vaya guasa verlo,
con esas piernas como palillos que le salían de su traje de baño bermuda, que
parecía una talla mayor, y ese pelo tan rizado y espeso que no le calaba el
agua, y qué risa verlo aparecer por la borda con un lenguadito clavado en su
tenedor. Al caer la tarde, ¡qué colores!, decidieron acercarse hasta la playa.
Les habían dicho que había baños de barro. ¿De qué? Sí, allá, dijo uno. No, no,
es por ahí. Yo, aquí, no me meto, dijo otro. Ilías, desnudo, fue el primero en
enfangarse en la charca. El niño no estaba nada mal, tal como te lo digo, Churri. Irene se retiró el bikini (guau,
qué cuerpazo, pensó él) y también se embadurno con el fino limo, uf, que suave,
parece una segunda piel. Churri, que
para qué voy a seguir. A la vuelta (puesta de sol brutal), me sentía flotar ¿él
también? El barro y las risas los pusieron de buen humor. Luego vinieron los
mojitos, primero uno, después otro, y luego otro. Qué risa. Sí, Churri, me gustaba; ¿quién me iba a
decir a mí que luego me encontraría con lo que me encontré? ¡Es qué hay que
ver!, la cosa tiene morbo.
Por la
noche, qué quieres… borrachina, luna llena, sííí, Coneja, luna llena, además. A Irene le tentaba una historia de
verano, intrascendente. Pero romántica, ¿eh? Las cosas no le habían ido del
todo bien ese invierno. Desengaños, podríamos decir. ¿Soledad? También. Vivía
sola. Había roto con su novio. Ya hacía tiempo. Una historia triste. Él la
había dejado, sin más. Eso era lo peor, Coneja;
nunca me dio una explicación. Pero yo sé que había otra; no tuvo huevos de
decirme nada, ¡calzonazos! Irene paso el invierno reconcomida, triste, llorosa.
Necesitaba oxigenarse, aire puro. Olvidar (¡qué difícil!). Había acabado la
carrera. Estaba de vacaciones, merecido descanso. Habitación para ella solita.
Y yo, ven, mi osito de peluche. Uy, qué risa. No sabes lo tímido que es. Me excitaba.
¡Uyy! ¡qué me lo como! Aún no te lo había explicado, Churri, pero lo manejé a mi antojo. No me negó nada, Coneja, qué vergüenza.
Por la
mañana, Irene se despertó sobre el pecho de él. Ilías la acariciaba. Una luz cálida
entraba por la pequeña ventana entreabierta. Afuera ya cantaban las cigarras.
Sí, Churri; por una vez un tío no se
me levantaba de la cama con la excusa que he de marcharme, me esperan, uy qué
tarde. Y yo me sentía en la gloria. Así pasamos quince días, Coneja…Tan bonito, de verdad.
Irene
volvió a la cama. Luces apagadas, apenas un resplandor entraba por las puertas
de la terraza. El viento silbaba, la mesa y la silla seguían traqueteando (¡uf,
qué bronca!) y el mar rujía contra la costa de Ormos Kortiou. Ya era medianoche
y seguía sin poder dormir. Vuelta hacia arriba, veía como en el techo se
dibujaban extrañas sombras. ¡Churri,
como me gustaría tenerte ahora mismo a mi lado!
Esa misma
mañana, en el puerto de Gavrio, nada más desembarcar, había pedido por un taxi
en el bar donde le sirvieron el café (Uf, qué bueno; frappé, le llaman). El
taxista no tenía ni puta idea de inglés.
Mi
go to Ormos Kortiou, suplicaba Irene;
Ne,
ne, la tranquilizaba el taxista, un tipo rubio y fornido. El trayecto duró
una hora, después de cruzar un par de valles y atravesar de un lado a otro la
isla. Irene constató la belleza del paisaje, la soledad salvaje de esos
parajes. También constató que Kortiou era el valle más remoto hacia el sur de
Andros, y, también, el más rústico y abandonado. Pero, no sé, tenía un algo
mágico, como de cuento; parecía que una hubiera atravesado el túnel del tiempo
y regresado cien años atrás. El taxista la dejó a la entrada del pueblo. Cuatro
casas desparramadas en la costa a resguardo del norte. Frente al mar, al final
del poblado, una ermita blanca inmaculada, campanario azul eléctrico. Un
pequeño pueblo de pescadores, se dijo. Más allá, hacía el sur, una sierra
considerable caí hacia el mar cerrando la amplía bahía que se abría hacia el
Este. A esa hora del mediodía, las calles estaban abandonadas. Calor mortal.
Solamente unos niños jugaban al futbol en una callejuela lateral al amparo de
la sombra. Les preguntó por un bar, y se arracimaron en torno a ella formando
una gran algarabía; allí, allí, señalaban varios con el índice, y la miraban
como un extraterrestre. Siguiendo el paseo marítimo (las algas secas barrían el
paseo, había un viento del demonio) llegó hasta la taberna Vintsi. Preguntó,
mostrando las señas escritas en un papel:
Ilías
Theonas, Ormos Kortiou. Su interlocutor le hizo ver, en un perfecto inglés,
que no había una dirección concreta. Irene lo miraba impotente. Un momento, le
dijo él, comprensivo, con un gesto de la mano; ¡Dimitriiiii!, y se acercó el cocinero.
Y, movida por la curiosidad, se acercó también una camarera jovencita. Se
pasaron el papel entre ellos, discutiendo. Irene sólo entendía
Ilías Theonas, por aquí,
Ilías Theonas por allá. Parecían
enzarzados en un complicado litigio, hasta que, al fin, uno de ellos se alzó
con la palabra y le indicó que indagara en la pastelería del pueblo; eran
familiares de Ilías y sabrían indicarle dónde localizarlo. Irene se dirigió
hacia donde le habían dicho, por una calle paralela al paseo marítimo, en el
interior del pueblo. Qué coñazo, Elías ya me podría haber dado la dirección
completa, pensó. En la pastelería del pueblo la atendió una mujer bajita de
mediana edad, risueña y rechonchita (debía ser la pastelera). Simpática, pero
ni pajolera idea de inglés. Le lanzó a Irene una parrafada en griego. Irene se
quedó igual. La pastelera la miró unos segundos, hasta que constató que no entendía
nada. Sonrió (qué simpa). Se armó de paciencia (pobrecilla, esta no se entera
de nada) y haciendo un esfuerzo por sintetizar la respuesta en una palabra
milagrosa, declaró:
¡Moni! La
pastelera espero ansiosa la reacción.
¿Moni? ¡Moni qué!, repitió Irene, suplicante
. Ilías: moni… monastry, anunció de nuevo la pastelera, señalando
con el índice la montaña que tenía enfrente. ¡Ah!, ¿un monasterio? ¿en la
montaña?, adivinó, por fin, Irene.
¡Moni Panachrandou, Moni
Panachrandou!, abundó la buena mujer, en el momento en que ya salía su
marido, el pastelero, en camiseta de tirantes. El hombre andaba con parsimonia,
como si fuera cojo. Se arrimó a la conversación. Intentó ayudar él también, y
escupiendo sus palabras sobre sus dedos cerrados hacia arriba, como para
enfatizar la simpleza de su mensaje, dijo:
Ilías
Moni Panachrandou taxi éxi kilometro y, cambiando el gesto de su mano, señaló
con la palma abierta la carretera y, luego, a lo alto de la montaña que
teníamos enfrente.
Irene (ya
lo he entendido) se dirigió de nuevo a la entrada del pueblo. Uf. Era una
rotonda que hacía las veces de plaza donde se reunían los vecinos al caer la
tarde para charlar. Al llegar, se encontró al taxista que la había acompañado
desde Gavrio, dentro de su taxi aparcado, con la ventanilla abierta, y sacando
el codo por ella. (Qué sorpresa, pensó que ya estaría de vuelta en Gavrio). El
rubio fornido la miraba como si ya hubiera adivinado desde el principio todo lo
que tenía que ocurrirle a Irene. La vio acercarse impertérrito, con un punto de
impostura en su mirada solícita. ¿Taxi,
free?, preguntó ella; y el hombre saltó raudo a abrirle la puerta y colocó de
nuevo su bolsa de viaje (¿o era una mochila?) en el maletero. Entró en el
coche, se giró inquisitivo y, ella, seria, solemne, espetó: Moni Pacanchandru, please. Se produjeron
unos segundos de embarazoso silencio. Él entornó la mirada, y justo en el momento
en que ella entraba en el umbral de la desolación, el taxista contestó: ¡Moni Panachrandou! ¡Ne,ne, no problem!
El taxi tomó
la carretera que salía del pueblo y, poco después, se enfilaba por una pista de
montaña, con tantas curvas y tan empinada que Irene pensó que el coche no
subiría. Lo que te decía, al cabo de un rato, traqueteó un momento (¡que se
cala, que se cala!) y se paró bruscamente. Joder, joder, Churri, adónde me lleva este tío. ¡Qué estoy en el culo del mundo! Parecía
que estuviera colgada de un precipicio, ¡qué miedo, tía! El valle al fondo, y a
lo lejos el pueblecito de Ormos Kortiou, junto al mar, todo a vista de pájaro. No problem, no problema, dijo el colega
forzudo y, patinando, arrancamos no sé cómo cuesta arriba, culeando, hasta que,
al cabo de veinte minutos, ¡por fin!, llegamos a un edificio enorme de altísimas
paredes blancas, antiguas y muy rústicas, acabadas en sardineta: ¡el
monasterio!, como si estuviéramos en el mismísimo Potala, churri.
El taxista
hizo un gesto con las manos en señal de que habían llegado. Irene pagó con un
billete de 20 euros, le pidió que la esperara y le dijo que guardara el cambio
a cuenta de la próxima carrera (Churri,
aquí los taxis son más baratos que en Barcelona). Accedió al recinto a través
de una escalinata que daba acceso a un patio con una fuente y un plátano
centenario. Uf, ¡que sombra!, ¡qué alivio! Bebió agua de la fuente, ¡qué
fresca! Coneja, no te puedes imaginar
el calor que hacía. Bueno, pensó, ahora a ver si lo encuentro. ¿Y si no está
aquí? Vaya sitio más raro para hacer de guía turístico. Uy, Cuqui, qué emoción. Todo un año
esperando para verlo. Irene entró a través de un largo pasillo abovedado de
piedra seca y encalado que abocaba a un patio interior (¡qué guay!, ¡qué paz!).
No te lo pierdas, Núria: aquí te hacen poner una falda para taparte las piernas
y un pañuelo en la cabeza. ¡Puretas a tope! Avanzó algo más hacia el interior.
Nadie. A la izquierda una puerta abierta, el interior iluminado. Hasta ahora, el
monasterio parecía sumido en la más perfecta soledad. Silencio total. Irene
asomó la cabeza. ¿Hello? Una ancianita
con el pelo blanco como la nieve, recogido en un moño, que se entretenía
ensobrando souvenirs en papel de celofán, se giró sobre su asiento: Yassas, saludó, y miró a Irene como si
fuera un bicho raro, con una mezcla de fastidio y curiosidad. ¿Elías Theonas?, inquirió Irene. La
mujer dudó un instante, luego abrió los ojos y declaró: ¡Iliiaas Zionas! Miro la hora y proclamó de nuevo: Yes, Ilías church now, y señaló con la
mano la entrada de la iglesia, al otro lado del patio. Estará con un grupo de
guiris, dándoles la turra con que si esto es del tal siglo o de tal otro,
aquello del estilo cuál, pensó Irene. Qué mono, tan modosito él, y se lo
imaginó con sus maneras apocadas, medio tímido, largándoles el rollo, con esas
gafas de concha que parece un estudiante en un concurso de la tele. Entró en la
iglesia. Desde afuera se oían los salmos cantados ¿Había misa, o cómo se llame?
Sí. Eran las cinco de la tarde. Dentro, oscuridad total. Olor penetrante a
incienso. La capilla le pareció chulísima; era un recinto pequeño, acogedor,
muy recargado, super antiguo. Las paredes con pinturas al fresco, como aquellas
que vio en el Pirineo (aquel viaje con sus padres). De la cúpula colgaban
varias lámparas de plata, a cual más bonita. Molaba. Algunas personas, pocas,
asistían a la misa. Una mujer, también mayor (uf, esto parece un geriátrico),
situada de pie frente al atril, replicaba Kyrie
Eleison, Kyrie Eleison a las letanías del cura (se llama pope). ¿Dónde
estaba? Irene solamente oía la voz, pero no lo veía. Claro, el pope oficia en
el altar, que en la iglesia ortodoxa se halla oculto a la vista de los
feligreses. Churri, parecía una
película de tan antiguo. Y ya estaba por salir, pues era evidente que allí no
estaba Ilías, cuando por fin apareció el dichoso pope, salmodiando, de detrás
de unas puertas de filigrana, cantando sus letanías con voz de pito. ¡Noooo! ¡A-di-vi-na-quién-era,
churriiii! Sí, ya lo sé; ya hace rato que lo has adivinado (que poca gracia
tengo para contarte las cosas): ¡Elíííaasss! ¡Qué heavy, Coneja! El puto Elías vestido como un papa, que le sobraba el
atuendo por todos lados. ¡Me quería morir, Churri!
¿te imaginas?
Irene
estaba de pie, en el pasillo central de la pequeña capilla, demasiado pequeña
para pasar desapercibida. ¡Trágame tierra! Esto le pasaba por estúpida, a quién
se le ocurre pasarse un año embobada por un tío que conoció en Formentera. ¡Por-fa-vorrr!
¡que ya tienes veintitrés años!¡cuándo aprenderás de una puta vez!
El pope
avanzó por el pasillo central saludando a los feligreses con un gesto de
cabeza. ¿La había visto? Claro que sí. Disimulaba. ¡Qué cabrón! Avanzaba, aparentando
seguridad en sí mismo, por el pasillo central. Estudiaba su reacción. Despedía
a sus feligreses con un gesto displicente de la mano, brazos abiertos, como si
fuera Jesucristo.
—Elías,
¿de qué vas?
—¡Iriiiina!
¡bienvenida a Andros!
—¡Qué
bienvenida a Andros ni que leches! ¡Qué eres un puto cura, tío! ¿de qué vas?
—Puto
cura, ¿qué es?
—¡Pope!,
o cómo coño le llames.
—Irina,
Irina, cálmate.
—Te he
enviado al menos veinte emails, porque tú del WhatsApp pasas totalmente. Y ni
puto caso. Tío… ¿y todo lo que me dijiste en Formentera? Nos queríamos…
—Irina,
espera…
—Me has
engañado, Elías; eres un mierder.
Flipa,
Núria, flipa por un tubo. El tío me estuvo troleando todo el tiempo, con esa
cara de empanao. Pero es que yo lo quiero, churri,
me gusta mogollón. ¿Por qué tendré tan mala suerte con los tíos, tía? ¡Un pope!
¡y vestido como el Papa, tía! Pero no sé, mola, tiene un punto. Guárdame el
secreto, dime que se me ha ido la olla, pero vestido de pope está super molón.
Sí, ya sé; es muy friki. Pero he venido hasta aquí por él, ¿no? Pues aquí me
quedo, a ver qué pasa.
Ilías
acompañó a Irene hasta una sala que los monjes hacían servir de recepción y
sala de estar. Era una amplia estancia, muy luminosa, paredes de piedra seca,
muy rústicas, con vistas muy chulas sobre el valle de Korthi y la bahía
cercana. Mirando a través de las ventanas, parecía que una estuviera colgada de
un precipicio. Hay que ver dónde viven estos monjes, pensó Irene. Y no saliendo
de su asombro, se preguntaba por qué Ilías la había engañado diciéndole que se
dedicaba al turismo, cuando en realidad era un pope ortodoxo. Irene esperó cómodamente
sentada a que Ilías, que le había servido una infusión y unas cookies, se cambiara de ropa. Apareció
poco después con una sotana negra que le llegaba hasta los pies (flipa, Cuqui). Tan zalamero como siempre,
cariñoso a tope. Como si no hubiera roto un plato. Y, ¡míralo! Con sus gafotas
y su cara de buen niño de siempre.
—Irene,
¡me hace tanta ilusión que hayas venido! —y la estrechó hacia su cuerpo con un
abrazo largo y sentido, apoyando su mejilla contra la suya.
No sabes
como lloré, churri. Y le golpeaba en
el hombro con el puño, impotente. Y él me acariciaba el pelo. Irene se dio
cuenta que no podía sustraerse a él, era un sentimiento más fuerte que ella.
Por un lado, se sentía humillada, vejada; por el otro, la aparición del Ilías
de carne y hueso, la atraía poderosamente. Era un sentimiento contradictorio,
pero no podía evitarlo. Hablaron largo y tendido. Luego, Ilías miró por la ventana
como declinaba el día (el sol pronto se pondría detrás de los montes de Kaparia).
Le sugirió a Irene una pensión en Ormos Kortiou (estarás bien; yo mismo me ocuparé
de llamar desde aquí y reservarte una habitación). El jardinero del monasterio,
un monje sudoroso y desgarbado, la bajaría en un coche destartalado antes de
anochecer. Mañana sería otro día. Ilías la tranquilizó; él debía quedarse en el
monasterio, pero mañana bajaría al pueblo y podrían estar juntos.
Irene
seguía sin pegar ojo. Las dos de la madrugada. Se levantó de nuevo de la cama.
El viento del norte se había incrementado y silbaba con fuerza. Los rugidos del
mar, cada vez más levantado, acrecentaban su sensación de desamparo y tristeza.
Apoyó las manos contra el vidrio húmedo de la ventana. A través del vaho veía
el paisaje distorsionado, y su propio reflejo en la luz mortecina de la
habitación: el aleteo furioso de las adelfas, las brumas frente al mar, su
cabello revuelto, sus ojeras… todo parecía irreal. Qué solita me siento ahora, Churri. Lo que daría por que estuvieras
conmigo. Te pediría consejo: mañana, ¿qué hago?, Coneja. Si es que estoy perdida. Pero este chico me gusta, churri, que le vamos a hacer. Soy una
friki, ya lo sé. Pero el sentimiento es más fuerte que yo, que quieres que le
haga. Es un amor imposible, ¿no? Dímelo, Coneja.
No me engañes. Pero es que lo quiero, Cuqui,
que voy a hacerle.