Un juez,
Llarena, aparece en el centro de la imagen. Parece satisfecho; no es en vano:
poco a poco ha ido escalando las intrincadas cumbres del viejo mamotreto, el
aparato del Estado, hasta llegar a lo más alto. ¡El tribunal Supremo! Sus
colegas, sentados alrededor, con sus puñetas de puntilla, sus añejas togas,
aplauden al colega. La escena parece salida de un cuadro de mediados del siglo XIX.
El poder. El orgullo de elevados funcionarios que, envueltos en sus prendas de
otros tiempos, se endiosan y nos miran altivos desde su endiosada altura. La
sala, con sus fríos mármoles y sus bruñidos despachos de nogal, barrocos, representan
perfectamente la alta judicatura española: un escenario obsoleto, periclitado.
Un amigo mío, que conoce el mundo
de la judicatura, me decía que no nos podemos imaginar hasta qué punto son
carcas los altos magistrados de este país. ¡No me extraña! ¿Los habéis visto
cuando hablan? ¿Cómo visten sus togas trasnochadas? ¿El ambiente decimonónico
en el que se mueven? ¿La prepotencia con el que nos miran a la gente común?
Mi amigo me dice también que los jueces
están desbordados: ¡los jueces comunes tienen más de mil casos que atender cada
año! Descontando los días festivos, ¿a cuántos tocan diariamente… tres, cuatro,
cinco? ¿Os imagináis semejante desmadre? A buen seguro que, si eso os pasara a
vosotros, gestionando una empresa privada, ya os habrían echado a patadas a la
calle. ¿Habéis entrado alguna vez en un juzgado? ¿Habéis visto el desmadre que hay,
con montañas de papeles por todos lados? Esta gente sigue trabajando como hace
cien años, ¡o más! ¡¿in-for-má-ti-caaa?! ¡Qué es eso!... ¡Por dios! ¿Quién
manda aquí? ¡Cómo se puede ser tan inútil!
Uno de los
temas más hirientes de la quiebra del estado democrático actual es la
prepotencia de quienes ostentan la máxima representación del Estado, sobre todo
en el ámbito del poder judicial. Parecen saber que el poder lo detentan ellos y
no la gente. “Bahh!”, piensan, “aquí mandamos nosotros”. Cuando las cosas se
han tensados, hemos descubierto la verdad. ¡Qué triste! O, peor aún, ¡qué timo!
¡Ay, la
justicia en España!
Poco a poco hemos ido comprobando
que las sentencias de los jueces tienen más que ver con SU interpretación de la
justicia que con las leyes. En otras circunstancias esto podría pasar
desapercibido, incluso ser hasta positivo, pero resulta que los jueces tienen
unos valores antagónicos a los de una sociedad ya muy evolucionada, del siglo
XXI. Las sentencias que dictan muestran cómo piensan, en qué creen, cuáles son
sus valores. ¡Sus valores no son sólo caducos, es que son inmorales! La
sociedad está descubriendo con alarma e indignación, por no decir repugnancia,
esos valores que representan los jueces, ¡y que de ellos dependa decidir lo que
es justo y lo que no!
Pero se les ve: nos desdeñan. Son
prepotentes. Se sienten fuertes, y amparados en el mucho poder que tienen. Se autoconfirman
a ellos mismos. Viven una realidad paralela, autista. Comparten entre ellos
valores caducos, periclitados. Pero eso no sería lo más grave, ¡nada más
faltaría! Si no fuera porque esos valores son dañinos, injustos y producen sufrimiento.
Cuando liberan a violadores, o les imponen sentencias blandas, muestran sus
convicciones sexistas, imponen su dominio machista, y aplican la violencia para
imponerlo. Cuando persiguen la libertad de expresión, inventando miserables
subterfugios legales que conculcan la más elemental regla de los derechos
humanos, imponen por la fuerza sus ideas. Cuando permiten que se apalee a la
gente, o encarcelan a adversarios políticos y dan órdenes para arrasar las
instituciones y las iniciativas de las minorías, lo que hacen es doblegar y
humillar a sus adversarios, implantar su orden injusto.
¡Ay, la justicia en España! Esos
viejos mamotretos de la imagen, no son en absoluto inofensivos. Representan lo
peor de nuestro Estado. Un Estado que, en muchos momentos de la historia, ha
basado su gobierno en la imposición. La brutalidad y la fuerza han sido durante
siglos la manera de imponer a los demás las convicciones de unas élites,
cerriles, provincianas y brutales. Unas convicciones desprovistas de valores
humanísticos, centrados exclusivamente en el lucro y el provecho injusto de
unos pocos, élites egoístas, injustas y brutales. ¡Hasta cuándo!
No debemos, pues, extrañarnos de
que liberen a violadores, imputen a periodistas que desvelan la verdad para
nosotros con sus investigaciones, o metan en la cárcel a nuestros líderes por
sus ideas. No debe extrañar que metan a chavales jóvenes en prisión por cantar,
por expresar su opinión, por ejercer un derecho que les corresponde. ¿Hasta
cuándo vamos a tolerar que nos sigan amedrentando?
Foto: Joan J. Queralt. El Periódico.