Él
Se dejó caer
en el sofá, donde ella ya estaba y lo miraba. Parecía azorada. La impaciencia
lo empujaba a dar un paso más. Ella le atraía de una forma salvaje. Su
expresión ingenua daba a entender que su deseo podía más que su temor
adolescente. “Arde”, pensaba él. Pero le excitaba la ocultación de su deseo,
consecuencia de una mezcla de timidez, inseguridad y temor a la vez. Sí… ella
anhelaba, a la vez que temía, el salto audaz de un deseo desencadenado,
incontrolable, que un hombre como él representaba. Y esa sensación, percibida
en la expresión de ella, le excitaba, retroalimentaba su fogosidad, ahora ya
irreprimible. La había
conocido esa misma noche. Le gustó en seguida. Ambos iban colocados. Él sintió
que ella lo encontraba atractivo y cuando le propuso llevarla a casa no dijo
que no. Ahora presintió que era suya.
—¿Me deseas?
—inquirió él, excitado.
—¡Espera,
espera, espera! —respondió ella, zafándose, mientras él acariciaba ya sus pechos
turgentes.
—¡Me vuelves loco!¡Looccco…! —. Su deseo era tan intenso que la envolvía
con sus brazos, la besaba y se sentía fuera de sí. Le embriagaba su olor, que
ahora olía en su cuello. Ella intentaba escurrirse como una anguila, pero a él
esta resistencia le parecía intencionada. Consideraba que era una treta más en
su diabólica estrategia para atraparlo más, para excitarlo más.
—Espera, cariño… ¡espera! —decía ella, y lo miraba inquisitiva, incluso, le pareció,
con un punto de solícita tristeza.
Él pensó:
“es de las que quieren, pero no quieren”; una ambigüedad que lo llevaba al
paroxismo.
—¡No!¡Noooo!
déjame, por favor —solicitó ella. Y empezó a sollozar.
Ella
El chico le
pareció atractivo y simpático. Se lo habían pasado bien. Se acababan de conocer
en la discoteca. Él le gastó una broma a propósito de sus pantalones rosas,
cuando se acercó a la barra después de bailar. La invitó a una copa. Y le
mostró una amplia y tierna sonrisa. Pronto apreció ella que se había
establecido una buena sintonía. Por eso dijo que sí cuando le ofreció tomar
otra en su casa.
La casa
estaba desordenada. La cuadra típica de un soltero. Él cerró la puerta de la
vivienda con llave. Le extrañó y le preguntó la razón. Soy muy paranoico con
los ladrones, dijo él. Se sentó en el sofá. El chico era muy guapo. Tenía un
cuerpo perfecto. Él la miraba insinuante. Sintió que algo iba mal. Lo notó, de
repente. Lo miró desasosegada, mientras él caía junta a ella en el sofá, como
un fardo. La abrazó y le espetó:
—Me deseas.
—Su mirada encendida denotaba que no había sido una pregunta, sino una rotunda
afirmación, que la dejó helada.
—¡Espera,
espera, espera! —respondió, asustada. Un pensamiento tenebroso cruzó como un
relámpago por su cabeza. Su pulso aumentó. Demasiado tarde, se dijo.
—¡Me vuelves
loco!¡Looccco…! —dijo él con los ojos inyectados en sangre, manoseando sus pechos.
Intentó zafarse, en un vano intento, procurando no ofrecer demasiada
resistencia, para no desatar su ira. Luego, el miedo la paralizó.
—Espera,
cariño… ¡espera! —. Ahora sentía terror, pero un instinto mayor, de
supervivencia, la animaba a impostar una estrategia para zafarse del agresor.
Una vana esperanza de apelar a su humanidad.
Ahora ya era
consciente del peligro que se cernía, inexorable, sobre ella, impotente para hacer
nada. Sabía lo que estaba a punto de ocurrir, pero rehuía siquiera pensarlo.
—¡No!¡Noooo!
déjame, por favor —imploró ella, impotente. Una espesa sombra negra cayó sobre
ella en ese momento. Y, sollozando, sintió que ya nunca volvería a ser la
misma, ni a ver el mundo de la misma manera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario