La otra tarde, apenas dos días
después del atentado en Barcelona y Cambrils, me acerqué hasta las Ramblas. Un
magnetismo inexplicable me conducía hasta allí, quizás con el inconfesable
motivo de rendir un homenaje a las víctimas y reflexionar sobre las
incomprensibles razones que llevan a algunos a cometer semejantes barbaridades.
Cuando pienso en los dos niños, de tres y siete años, que murieron masacrados… Los
periódicos han publicado la foto del niño australiano de siete años; es
terrible, puede leerse en su mirada todo el brillo y la ilusión de una vida que
empieza, truncada de repente por razones que en su inocencia no llegó ni a
sospechar.
El trayecto de la Rambla que va
desde Plaza Cataluña hasta El Liceo se había convertido en un santuario. La
gente que llenaba el paseo se movía en silencio, conmocionada. La atmosfera
estaba electrizada. En los lugares donde cayeron las víctimas, la gente se arracimaba,
pensativa, alrededor de las velas, las dedicatorias y los objetos más diversos
que una muchedumbre traumatizada ha venido ofreciendo en muestra de respeto por
los muertos, un poco como si se tratara de una medicina espiritual para abjurar
contra la violencia, contra el odio ciego, contra una barbarie que golpea de
una forma imperturbable, de la mano de unos jóvenes que no parecen inquietarse
lo más mínimo por la gravedad de sus actos. Es precisamente esta actitud la que
más sorprende, la que nos deja anonadados, sin respuestas… Pero, ¿cómo puede
ser?
Seguramente, a la mayoría de
nosotros nos gustaría comprender las razones que pueden llevar a jóvenes
veinteañeros a realizar acciones que suponen el paroxismo del mal, de la
barbarie. Sin inmutarse. Ya sabemos la importancia que tienen los mecanismos de
adoctrinamiento –un auténtico lavado de cerebro—para convertirlos en autómatas
peligrosísimos. Pero, ¿cómo puede llevarse a cabo tan rápidamente, tan fácilmente?
Hemos leído en las redes sociales la conmovedora historia de una profesora de
Ripoll que los tuvo como alumnos y no da crédito a lo ocurrido, asegurando que
sus pupilos, a los que conocía bien, eran buenos chicos, responsables y
educados. ¿Qué ha pasado? Pero en cierto modo estos chicos son también
víctimas, juguetes en manos de los verdaderos actores principales de esta
tragedia: poderosos dirigentes islamistas radicales que mueven los hilos desde
fuera, que cuentan con una inmensa influencia, poder y abundantes recursos y
que están dispuestos a hacer lo que sea para hundir nuestro mundo. Son gentes
sin escrúpulos que quieren levantar su poder para saciar mezquinos intereses
personales, con la excusa de vengar a los musulmanes de las reiteradas ofensas
que Occidente les ha infligido en el último siglo.
Pero la comunidad musulmana no se
deja engañar por estos falsarios, una pandilla de piratas que sólo aspiran a
aprovecharse de las difíciles circunstancias para hacerse con el poder y
saquear así a los países y a las poblaciones a las que en sus delirantes
discursos dicen querer defender. Ya hemos visto de que forma imponen el orden
en los territorios en los que este Califato de pacotilla hace valer sus
principios. Yo he tenido la suerte de viajar en países islámicos en mi juventud
y puedo asegurar que siempre fui tratado con gran respeto. Tuve la suerte de
comprobar la generosidad de sus gentes y la predisposición para agasajar a los
forasteros. Nunca tuve la menor duda que estos principios son los preceptos que
han aprendido del Islam. El verdadero Islam, y no este que profanan estos
falsarios.
Ese mismo día en que paseaba por
las Ramblas tuvo lugar una manifestación de las comunidades musulmanas de
nuestro país. Por las pancartas podía verse que habían venido, no sólo de todos
los barrios de Barcelona, sino de toda Cataluña. Esta demostración me pareció
oportuna, pues mucha gente, equivocadamente, sigue pensando que esta es una
lucha de civilizaciones. Nada más alejado de la realidad. Estoy convencido que
nuestros conciudadanos musulmanes, en su inmensa mayoría, abominan de la
barbarie y están junto a nosotros en todo esto. Más bien al contrario, pienso
que muchos musulmanes se deben sentirse estigmatizados, intimidados por los
ataques que unos locos dicen realizar en su nombre. Deben sentir una enorme presión
sobre ellos y deben sufrir mucho por ello.
Yo creo que no debemos caer en esta
trampa. Los bandidos del DAESH y todas las organizaciones criminales que explotan
el radicalismo islamista buscan precisamente dividirnos y asentar la falsa
creencia de que estamos en una guerra de civilizaciones. Es rotundamente falso.
Debemos mantenernos unidos, firmes
y convencidos que una convivencia multirracial y multicultural es posible. Que
nuestros valores de tolerancia, de respeto por la vida y la búsqueda pacífica y
dialogada de los conflictos es lo que debe prevalecer. Yo estoy hasta tal punto
convencido de esto, que no tengo duda que estos ataques, con todo lo crueles y
duros que son, solo suponen un pellizco a nuestra forma de vida. No conseguirán
nada. Prevaleceremos, claro que sí. Tarde o temprano, la historia barrerá a estos desalmados como al polvo en el camino. Y, por descontado, no tengo miedo.
Creo también que este es el mensaje
que Barcelona ha enviado al mundo después de este ataque. Por esto me siento
orgulloso de Barcelona.